A fuego lento (fragmento)Raúl Grien
A fuego lento (fragmento)

"La puerta grande de reja estaba abierta de par en par a la curiosidad de las gentes que se paraban. De unos largos camiones con varios trenes de ruedas bajaban los obreros las jaulas provisionales que habían servido para el transporte de aquellos simios chillones. En una plataforma de cuatro ruedecitas las arrastrarían lentamente hasta las instalaciones fijas de la parte de atrás de las naves.
Durante mucho tiempo estuvieron llegando camiones, que venían de la estación. Las gentes vieron aquella tarde casi todos los monos de una selva, pues, aunque de golpe un centenar de esos animales no parecen gran cosa, viéndolos descargar dos a dos parecen no acabarse nunca. Cincuenta jaulas grandes, con las peculiaridades de la descarga de cada una —gritos distintos, algo que se rompe, saltos alocados de los simios que dificultan la colocación, etcétera—, son muchas jaulas juntas.
El portero las contó bien, una a una. Metía la cabeza por entre los barrotes, abundando en su celo, y contaba uno y dos los chimpancés, más o menos acurrucados y temerosos por tanta curiosidad. No eran monos de circo ni de parque público y no sabían hacer gracias. Se limitaban; los menos huraños, a saltar ágiles de los barrotes atrás y de atrás a los barrotes, con alguna acrobacia instintiva en medio de los saltos. Se rascaban, como poseídos del demonio, por sus más extrañas partes, y de golpe se paralizaban mirando fijamente, con ojos casi humanos, a cualquiera del grupo que, no pudiendo sostener la mirada, se reía sin tener realmente de qué.
Así fue descargándose aquel contingente de más o menos risueños condenados a muerte. Condenados a muerte para salvar a las gentes que los miraban, curiosas, en sus celdas de a dos. Como las propias celdas de condena, de incomunicación. Todas ellas, las celdas o jaulas, estaban numeradas y tenían una especie de reseña, una referencia cronológica de cada uno de los peludos cuadrumanos que las habitaban. Edad, sexo, tiempo de cautiverio, fecha de captura, zona donde vivían y algunos otros datos.
Y los chiquillos y los mayores barajaban esos datos, en sus comentarios, y repasaban geografía.
El doctor Rubio dirigía, con su ayudante, la descarga. Los dos estaban de bata blanca al pie de los camiones, cuidando sobre todas las cosas de que no sufriesen golpes ninguno de aquellos cien invitados suyos. Obligando con su presencia a que los obreros considerasen como muy frágiles las cajas con barrotes en las que, como a dos niños grandes en día de Reyes, les llegaba el regalo de un gobierno generoso. Un regalo cien veces repetido, pero de inmensa estimación para la pareja de investigadores.
Pronto empezaría a oscurecer. Eran las últimas horas de la tarde y de los laboratorios no se había marchado nadie aún. En la Fundación se vivían unos días de intensa actividad, y a todos se les había pedido un máximo rendimiento en sus funciones. El gobierno había considerado aquella institución como semioficial para mantener alto el nivel sanitario del país, y los hermanos Altube, satisfechos por el reconocimiento, se proponían responder a esa confianza. Se incrementarían los servicios, se ampliaría la sección de análisis y se le daría la batalla a las enfermedades que las autoridades sanitarias señalaban como azote de la población, por su carácter epidémico.
Entre ellas, muy destacada, la poliomielitis. "



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