Los días sucesivos (fragmento)Mayra Montero
Los días sucesivos (fragmento)

"Elsa se dedicó a comprar ropa de invierno y a despedirse de sus amigas, de las pocas que consideraba íntimas, quienes escucharon atónitas la noticia de que Salvador la abandonaba por una viuda que le llevaba unos cuantos años.
Iturrioz, convencido al fin de que no podría disuadirla, se ofreció para averiguar el itinerario de los buques, los de la única compañía en activo, y dejar arreglado lo del pasaje.
Durante esos días de espera, Marta, la mujer de su padre, se mantuvo a su lado, sin abrumarla pero sin perderla de vista, cuidadosa y cálida como una verdadera madre. Fue la única persona que la vio llorar por Salvador, morderse los nudillos, preguntarse entre babas de rabia por qué la había dejado de querer. Marta la besó en el pelo antes de responderle: «Nunca te quiso. Siempre lo supe». Llegado el momento, la ayudó a hacer las maletas y le pidió que le aceptara un regalo. Puso en su dedo un anillo con una perla azul, una costosa prenda que había heredado de su madre, y al ponérsela le susurró que estaba segura de que aquel viaje le cambiaría la vida; que era preciso que lo hiciera para que se quedara en paz. Hasta ese momento, Elsa tenía otra idea de sí misma, la de una mujer reconciliada con su pasado, un golpe capaz de aniquilar a cualquier otra: escapar de una madre que te quiere hundir. Nunca se le ocurrió pensar que todos esos años no había tenido paz, o que la gente la percibía como un alma en pena, pero Marta, que la había criado desde los siete años, que la había visto crecer y hacerse una mujer, del modo más franco se lo había hecho ver.
Varios días más tarde, su padre le entregó el billete.
—Aquí tienes. El Magallanes zarpa el martes.
Estaban solos en el comedor, él prendió un cigarro y caminó de un lado para otro sin decir palabra. Junto a la ventana abierta se detuvo, tiró el cigarro y se tapó la cara. Por unos instantes, a ella le pareció que lloraba, no estaba segura, era como un espasmo, un movimiento casi imperceptible en aquellos hombros que ya lo habían soportado todo. Cuando dejó de hacerlo, su voz era serena, sin humedad ni miedo.
—A tu hermano lo enterraron en Sare, al lado de una iglesia que le gustaba mucho a tu amona Mercedes. Si vas a ese lugar, llévale flores en mi nombre.
Elsa fue hacia él, dudó en tocarlo, miró por la ventana el patio enmudecido, la mecedora entre dos palmas, una calma irreal para ser mediodía. Finalmente, recostó la cabeza en la espalda de su padre:
—Yo no he querido ir en agosto. Le llevaré flores al niño. "



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