El libro de la caza menor (fragmento)Miguel Delibes
El libro de la caza menor (fragmento)

"Nada de esto es de extrañar. Lo sorprendente es que esta reacción, normal en los pájaros fogueados, se transmita a los nuevos aun antes de sonar la primera detonación. En cualquier caso, el carácter huraño de la perdiz irá a más en tanto vayan a más las celadas y tretas que se le tienden. Porque si las polladas se corren a pie o a caballo, y a los igualones se les maltrata en la temporada de la codorniz, y a los bandos hechos y derechos se les diezma a peón metiéndose con un jeep por rozas y rastrojos, no hay razón para pensar que un buen día una perdiz se nos vaya a posar en el punto de mira de la escopeta.
No es, vaya, una invención aquello de que la caza de perdiz en mano exija cada día mayores arrestos, y cuento, naturalmente, con que cada día que pasa uno es un poco más viejo que el anterior. Por ello está justificado el dicho de que las perdices a salto se matan con las piernas. Tal cosa es muy cierta siempre que no olvidemos que se rematan con la escopeta. Esto es, uno puede ir bien dispuesto a caminar a buen paso treinta kilómetros por yermos, laderas y pegujales, pero se sentirá defraudado si, tras este ejercicio, regresa a casa con la canana llena porque no consiguió sujetar a la perdiz; es decir, volarla dentro de tiro. Las piernas, pues, deben ser ayudadas. Con las piernas se llega, pero nada más. Y esto va haciéndose más patente cada día que pasa. No obstante, esta modalidad de caza es la que nos da la medida del hombre-cazador; donde el hombre-cazador evidencia su anhelo de huir del asfalto y, como bien dice Ortega, de hacerse paleolítico por unas horas. Este tal, no sale al campo estrictamente a matar, y menos a matar mucho, a matar en competencia. Sale a descubrir la naturaleza; a desvelar paso a paso —cada día el mundo es nuevo para el cazador— el arcano misterio de las especies; a gozarse de su estrategia defensiva, de su prevención y, al mismo tiempo, del hecho de que sus propias facultades —las del cazador— estén en regla e, incluso, sean todavía suficientes para imponerse y dominar a esta o aquella pieza que pretendía eludir su acoso. Este cazador se lo hace todo, eso sí, sirviéndose, ordinariamente, del concurso del perro. El perro completa el cuadro de la caza de perdiz en mano. Naturalmente, el perro, en este caso, comporta una garantía, pero también un riesgo. El perro con afición —al que carezca de ella es mejor largarlo— se produce con especial vehemencia ante la perdiz; sujetarle tan pronto le dan los vientos es una hazaña. La perdiz es ave que se mueve mucho y en bandos, que apeona ligera y, en consecuencia, sus rastros se multiplican, todos están calientes y el perro enloquece en su afán de seguirlos todos. De ahí que un perro sereno —incluso premioso— y controlado no tenga precio. En este sentido, hay que convenir que el buen perro perdiguero nace, no se hace. El buen perro perdiguero demuestra su condición el primer día. Al cazador no le incumbe sino corregir leves defectos —el que se alargue, desoiga sus llamadas, machaque las piezas muertas—. Cazar, lo que se dice cazar, si no lo sabe hacer el perro, difícilmente se lo enseña el amo. Por supuesto, el perro perdiguero, el buen perro perdiguero, no levanta las perdices al tuntún; se sabe un puente, un enlace entre los pájaros y el cazador. De lo que él haga depende el resultado. De ahí que uno se entusiasme con esos perros que al llegar al monte —el Alí, de El Gamo— levantan su cabeza al viento y comienzan a caminar despacio, sigilosamente, observando con el rabillo del ojo si el cazador los sigue, y así, cada vez más lentos y silenciosos, hasta hacer la muestra y, aun en este trance supremo, aguardan a que la escopeta esté lista para volar la perdiz. Para que el perro perdiguero, el perro de casta —y no me refiero a la estampa—, llegue a esto, debe bastar con que se le maten las primeras piezas. A través de esta experiencia, el can concluirá que no es él quien tiene que cazar, sino que si está allí es para cooperar, y que él solo, sin la escopeta, nada puede. Mas para que un perro resulte eficaz en la caza en mano, no sólo no ha de nacer loco, sino que, en las presentes circunstancias, debe saber parar la perdiz: esa perdiz asustadiza que huye apeonando y que, de no contenerla a tiempo, volará en las quimbambas. "



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