Mundo burbuja (fragmento)José Ángel Mañas
Mundo burbuja (fragmento)

"Al final la solución se presentó de manera inesperada: haciendo gestiones en la Autónoma me crucé con Jorge, que acababa de volver de Grenoble, desde donde me había escrito un par de veces. Contó que en septiembre se iba a Edimburgo, y cuando le pregunté cómo coño lo había conseguido, me llevó del brazo hasta la oficinita del programa Erasmus, a la entrada de la facultad. Una profesora flacucha y vestida de azul de arriba abajo nos miró, tapando el auricular con la mano y pestañeando mucho, como si tuviera los ojos irritados: «Ahora estoy con vosotros, guapos». Jorge se entretuvo hojeando información de universidades extranjeras en una de las estanterías, y al terminar la otra le dio dos besos mosqueantes en la cara. No sé vosotros, pero por lo menos a mí nunca me ha dado besos una profesora. «Soy Elena —se presentó—. Bueno, ricos —nos miraba, cruzada de brazos—, ¿qué me contáis...?». Jorge me presentó como «un compañero brillante». Mientras exponía mi caso la otra asentía y a ratos me miraba, sin dejar de pestañear. Viendo la prepotencia con la que le hablaba Jorge, me acordé de que en su última carta mencionaba que, de vuelta en Madrid para Semana Santa, se había enrollado con una profesora. Si lo hubierais conocido, no os habría extrañado, porque era todo un personaje, un trepa de primera, eso sí, con un carisma capaz de movilizar a un ejército si hacía falta. El único punto en el que le flaqueaba la confianza, por lo menos hasta hacía poco, era en cuestión de sexo (me acuerdo que en primero confesaba que todavía «no había llegado a la penetración»); pero eso lo había enmendado en Grenoble, apuntándose a una compañía de teatro independiente, donde había follado con todas y con todos, y desde entonces ya no había quien le parase los pies. Las chicas decían que no era guapo, pero sí «atractivo»; el pelo corto le favorecía y, según Sandra, esos ojos un pelín bizcos daban «magnetismo» a su mirada. Por lo demás alardeaba de tener un narizón «de judío», decía él, y su indumentaria era la del típico universitario izquierdista, con mugrientos pantalones remendados, sandalias que en invierno llevaba con calcetines, como los alemanes, y últimamente camisas sin cuello, ceñidas y deshilachadas, que le marcaban una buena percha. «¿Qué tal andas de idiomas...?». La tía se puso a rebuscar en la mesa hasta que encontró, bajo unos libros, el frasco de colirio; miró al techo, se echó unas gotas en los ojos, y ya: «Mucho mejor —pestañeó aliviada—. ¿Sí...?, ¿qué tal llevas el francés? ¿Igual que el inglés? Entiendo que te ha ido bien el año...». Dije que mi francés era todavía mejor que mi inglés; Jorge, que acababa de sentarse junto a la puerta, las manos cruzadas encima de una rodilla, ratificó mis palabras, asintiendo con la cabeza. ¿Que si me sentía capacitado para seguir un curso universitario en francés? Desde luego. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de irme. «Bueno —había un interés casi zoológico en su mirada—. Veré lo que puedo hacer. Si hay posibilidades para Grenoble, te llamo... Déjame un teléfono de contacto. Y Jorge, rico, no te olvides de eso que tenemos pendiente esta noche...». Camino del bar, Jorge sonreía, satisfecho de haberme dado una muestra de su influencia: «No sabía que tuvieras tan buen francés», ironizó. Un par de cañas después empezó a ponerse meloso: desperdigando miradas despectivas a nuestro alrededor, comentó que no había tanta gente con quien se pudiera hablar «en profundidad», y yo me sentí tontamente orgulloso. "


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