Una granja en las Green Mountains (fragmento)Alice Herdan-Zuckmayer
Una granja en las Green Mountains (fragmento)

"La amargura no lleva a ninguna parte —exclamó Winnetou, que había aprendido aquel dicho en la escuela—. Voy a dar de comer a los gatos, vosotros laváis los platos, yo os ayudo a secarlos, tú preparas el ron, y cuando hayamos acabado volverán a apetecernos algunas berlinesas.
Media hora después, nos encontrábamos de nuevo sentados en el salón, y las niñas, recostadas junto a la estufa, tendían los pies hacia la chimenea.
Sobre la mesa quedaba una montaña de berlinesas, olía a fuego de leña y a ponche de ron, a Nochevieja y a Carnaval, y experimentábamos una sensación de hogar y cobijo. Cada uno hablaba a su aire, quizá con cierto cansancio, pero clemente con el destino, dispuesto a restituir el buen humor que a ratos perdíamos.
Sin embargo, volvimos una y otra vez al tema de la «ayuda laboral», enfocándolo desde todos los ángulos. Las niñas recordaron los buenos tiempos en que nuestro servicio constaba de cuatro personas y ellas, para nuestro disgusto y con la colaboración de la niñera, se acostumbraron a llamar a campanillazos a la criada, aunque sólo fuera para pedir un vaso de agua.
Hablamos de las vicisitudes de nuestro personal de servicio, por las que siempre nos interesamos vivamente y en las que a menudo habíamos estado muy involucrados. Sacamos las cartas que nos habían enviado, exponiéndose a peligros extremos desde la toma del poder por Hitler, y que constituían documentos de «noble sencillez y serena grandeza». Hablamos del concepto de «servir» y de la nobleza, ligados entre ellos, del oficio de criado o camarera.
Encontramos muchos ejemplos de nuestra pasada vida europea y nuestra presente vida americana, pero no dimos con una salida satisfactoria para el futuro, sólo veíamos ante nosotros el Gauri Sankar de trabajo que nunca llegábamos a coronar.
En el transcurso de la velada le dije a Michi: —Por cierto, recuerdo una historia, bastante boba pero cierta. Dos exiliadas se cruzan en una calle de Nueva York. «¿No es maravilloso que haya tantas cosas en América?» —le dice la una a la otra—. «Cosas con las que uno ni hubiera soñado: neveras eléctricas, lavadoras, coches para todo el mundo, cortaverduras, exprimidores de zumos, batidoras de nata, lavavajillas, abrelatas automáticos…». «Sí, todo muy bonito» —la interrumpe la otra, soltando un hondo suspiro—, «pero yo prefería a Marie».
Ahora, de vuelta en Europa, pienso a menudo en aquella noche de las berlinesas de Carnaval.
Me sorprendió e impresionó profundamente la cantidad de Maries, Annas, Rosas, Mizzis, Kathis, Friedas y Ellas que había aún y que ordenaban las habitaciones, hacían las camas, ponían la mesa, preparaban y servían la comida, lavaban los platos y se ocupaban de otros trabajos molestos, sucios y rutinarios.
Claro que los americanos acomodados tienen personal de servicio, pero el mero hecho de que sólo un porcentaje muy reducido de casas neoyorquinas alquile viviendas dotadas de cuartos para el servicio es señal de lo escaso que debe de ser el número de criados internos.
Lo normal para los habitantes de las ciudades es una sirvienta, negra o blanca, que, según su nivel de renta, viene por horas, cada día o dos o tres veces a la semana.
Los salarios por hora son altos y rara vez existen vínculos personales; es más, durante la guerra los vínculos se volvieron tan laxos que nunca se sabía si la sirvienta que el lunes ordenaba amablemente la casa volvería el jueves. Por otra parte, uno no tenía ninguna obligación con ella y podía despedirla sin justificación alguna.
Al principio, me parecía aterrador que, tras cinco años de servicio, una muchacha, de repente y sin motivo, recogiera sus cosas y se marchara para siempre. O que una familia, al mudarse a otro estado, de pronto dijera a la muchacha que la había atendido solícitamente durante años que ya no la necesitaba. Tardé en comprender que no se trataba de vínculos como los que existían en Europa, para bien y para mal, sino de un trabajo, uno como cualquier otro, apoyado en una base lo más objetiva y carente de sentimientos posible.
En Vermont, las cosas eran todavía mucho más difíciles y, durante la guerra, dificilísimas.
Sus habitantes no habían nacido para servir, a lo sumo podían decidirse a ayudar, y aquella ayuda no debía tomarse en modo alguno como algo natural o retribuible. Las remuneraciones que pedían por su trabajo eran hasta cierto punto bajas, ya que eso elevaba su sensación de libertad. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com