La muerte de un instalador (fragmento)Álvaro Enrigue
La muerte de un instalador (fragmento)

"A mi abuelo no le gustaba salir de casa, «Viajar es de bárbaros», decía rabioso entre dientes, mientras Adela le preparaba las maletas cuando un imperativo lo obligaba a pasar la noche lejos de la mansión. «Nosotros somos bravos e inmóviles; feroces y civilizados». A veces se daba el insolente el lujo de pasar un fin de semana en París. «El Concorde —me dijo en la primera y única ocasión en que asistí a uno de esos infames maratones— es como un barco». Lo comentó cuando, de regreso, me arrellanaba con ostentosa incomodidad en el asiento. «Me parece —le señalé— que lo dices sólo para justificar esta sangronada». «¿Y?», me respondió. También salía en expediciones de caza. Afortunadamente —nada me horroriza más que la viril procacidad de los campamentos— nunca asistí a ninguna de ellas porque, cuando tuve suficiente edad para hacerlo, él ya no resistía los rigores de la intemperie.
De joven, en los años del burdel de Zapopan, mi abuelo había aprendido el arte altísimo del acecho. «Los rarámuri creen que para cazar a un animal tienes que ser habitado por su espíritu. Si piensas y actúas como tu presa, tarde o temprano darás con ella. No me parece una técnica desdeñable, aunque, como tú sabes, yo prefiero a los clásicos: una bola de cabrones a caballo echando tiros». Más o menos así comenzó exhorto a favor de la cacería.
Íbamos caminando por un lado del mercado de San Cosme. Se apoyaba en el bastón de mango de perico a cada paso. Yo estaba cerca de cumplir los 16. «Lo que más disfruto de una sesión de caza —siguió— es la mirada aterrada de la presa al momento en que se descubre acorralada por la violencia y el ruido de sus perseguidores. Es la culminación de una tragedia: el asesinato impune de un animal que ya nada puede hacer para protegerse; un sacrificio ritual; la última posibilidad de la orgía en nuestros días, sin contar las corridas de toros, que me parecen de una cursilería atroz». Pasábamos en ese momento por la puerta de entrada al pasillo de las carnicerías. Un perrito minúsculo y callejero tuvo la idea fatal de ladrarnos, seguramente por aburrición. Mi abuelo se quedó quieto, mirándolo. El animal se acercó gruñendo y mostrando los dientes. Con una agilidad inopinada en un hombre de su edad, tomó el bastón por su base y le partió la cabeza con el perico de oro. Sacó un pañuelo del parche del saco y limpió la sangre del mango con el gesto mecánico con que aseaba los vidrios de sus anteojos. «Murió como perro», añadió con sorna. «Con un felino nunca hubiera sido tan fácil». Y seguimos avanzando. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com