Luisa, el profesor y yo (fragmento)José María Pemán
Luisa, el profesor y yo (fragmento)

"Porque, sí, había algunas demasiado expresivas, restos todavía de lo que aún falta por contar. Yo empecé a contestar las cartas de Luisa. No muy asiduamente: una mía por cada tres suyas sería la proporción. No pasaba de ser una correspondencia literaria: sentimental y melancólica por su parte; casi paternal por la mía. Todo ello ocupaba un rincón bastante reducido en la «galaxia» de mis obras, creaciones, emociones y vanidades. Cuando ocurrió que, estando de temporada en Madrid, tuve que ausentarme unos días para dar unas conferencias en Barcelona. Susy, mi cuñada, que me hacía algunas veces leves servicios de secretaria, quedó encargada de abrirme la correspondencia, por si venía una carta de negocios editoriales que aguardaba y a la que había que contestar con un telegrama. Tan ajeno estaba yo de que en mi correspondencia hubiera nada peligroso. Sin embargo, cuando regresé de Barcelona, Susy anduvo buscando, con suficiencia, y yo creo que encantada del lance, el momento preciso para quedarse a solas conmigo. Lo logró, y me dijo con forzada desenvoltura mundana: «Me he permitido devolver una carta a la remitente. Perdona, pero creo haberte hecho un bien». Caí en seguida en la cuenta de lo que se trataba; pero pregunté, sin sinceridad. Susy explicó que firmaba «Luisa», que su tono era demasiado insinuante, que se deducía que yo le había escrito alguna vez. Añadió esas sentencias generales a las que son tan aficionadas las mujeres para indicar que conocen la vida: «Tú eres un inocente y te puedes meter en un lío. Si María la hubiera abierto, hubiera sido mucho peor». Total: que la había devuelto a Abascal, con dos renglones tajantes redactados en un trozo de papel: «No se escribe en ese tono a un señor casado». Decidí no enfadarme y agradecerle la intención. Comprendí, de golpe, el poco lugar que todo aquello ocupaba en mi vida. Todo era amor propio, curiosidad. También lo fue mi pregunta de aquella tarde: «Pero, Susy… ¿Qué decía?». Me resumió, a su modo, la carta vitanda. Poco más o menos decía lo que cualquier otra de las que me había escrito, pero así, en boca de Susy, acentuados los tonos y reticencias, sonaba todo de un modo más importante.
Aquella misma tarde, sin acordarme mucho del episodio, asistí con mi mujer a un concierto sinfónico. Durante el descanso salí, con ella, a pasear por el vestíbulo. Lo medíamos a lo largo, caminando lentamente y comentando la interpretación que acabábamos de oír de «La alborada del gracioso», de Ravel, cuando al acercarnos a una de las paredes, oí una voz femenina que, siguiendo una conversación con otra persona, decía: «Porque Eloisa era la perfecta discípula». Repitió la frase levantando ostensiblemente el tono de su voz, que luego se perdió en un susurro. Aquello era como un aviso, una señal. Porque en varias cartas, haciendo literatura y coqueteo, me había hablado de Eloísa, «la perfecta discípula», cuya posición frente a Abelardo era más que amistad y menos que amor. Pretendía con todo esto que había matices intermedios de las relaciones entre hombre y mujer no catalogados en los cuadros ordinarios. Pero, sea lo que sea, ahora lo que pretendía, destacando esa frase, era telegrafiarme una señal. Volví la cara con poco disimulo. Muy cerca de mí había dos mujeres que dialogaban. Una de ellas, de mediana edad, vestida de oscuro. "



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