La piel (fragmento)Sergio del Molino
La piel (fragmento)

"Entre el amor maternal asfixiante y el sexo, el cuerpo es invisible y sufre una verdadera Edad Media, pero griega. En el medievo cristiano la cultura sobrevivió en los monasterios y siguieron copiándose los tratados de Aristóteles y de Plutarco, pero en la Edad Media griega, esa que dicen que va del siglo XII a. C. al VIII a. C., no sólo se abandonaron las ciudades y se destruyeron todos los gobiernos, sino que se olvidaron de escribir. No hay registros escritos entre esos dos siglos, como no hay memoria del cuerpo en su Edad Media púber. Sin besos, la piel se vuelve ágrafa.
Los padres dan besos cuneiformes, de significado indescifrable para los arqueólogos de nosotros mismos que seremos después. Los amantes dejan escrituras mucho más sofisticadas, aunque no siempre alfabéticas. Los primeros besos y las primeras desnudeces son jeroglíficos e ideogramas. Más tarde vienen palabras sueltas, sintagmas sin verbo emborronados por una saliva mal untada. Antes de alcanzar la mayoría de edad ya nos habrán escrito algún párrafo entero con cierto sentido y un puñado de poemas que nos avergonzarán pero no sabremos borrar. A los veinte nos escribirán varios cuentos, hasta que llegue ese amante con vocación de cónyuge, cuyos besos serán de tipómetro y linotipia, componiendo en la piel una novela rusa con portada al óleo de una mujer a punto de tirarse bajo las ruedas de una locomotora.
No recuerdo mi Edad Media púber, pero sí el momento en que la abandoné, que abre un periodo renacentista, es decir: tumultuoso, sangriento y despótico, lleno de borgias o de guerras médicas, pero también de Fidias y Leonardos. Como el Renacimiento, la edad del deseo se recuerda idealizada, con láminas de la Capilla Sixtina, iglesias jesuíticas y romances de Garcilaso de la Vega, obviando que Europa entera se entregó a la guerra y que Hernán Cortés encerró a Moctezuma. Nosotros también enseñamos las Capillas Sixtinas de nuestros álbumes de recuerdos y olvidamos la conquista de México. Hablamos del primer amor como si fuese la Laura de Petrarca y no una prostituta frescachona de Caravaggio.
Tengo la desgracia de vivir junto a la plaza donde abandoné mi Edad Media. La plaza del primer beso, la que me activó la piel dormida desde la última vez que mi madre me embadurnó el pecho con Vicks VapoRub. Como paso a diario por las mismas baldosas, no tomo distancia para desenfocar y echar azúcar en los recuerdos, y si pienso en aquel instante vuelvo a llenarme de babas y a sentir el mismo atragantamiento.
Tenía unos quince años juncales que aparentaban diecisiete, por eso pude coquetear con esa chica de dieciséis que, si yo hubiera sido alguien de quince con aspecto de quince, ni siquiera me habría mirado a la cara. Tampoco ella era la que me gustaba, tan sólo aparecimos el uno frente al visor del otro en aquellas tardes en que aprendíamos a beber en garitos oscuros con futbolín y billar en la parte del fondo. Nos habían unido los bares, pues no íbamos al mismo instituto ni vivíamos en el mismo barrio, pero nos encontrábamos cada viernes a eso de las siete en un antro cuya puerta imitaba la boca de un demonio y tenía una barra acolchada que había conocido días más heroicos e higiénicos. Yo encajaba mejor en el sitio, con mi pelo largo y mis camisetas de Iron Maiden. Ella era una punk con zamarra vaquera y mallas ajustadas, demasiado astrosa para el gusto hortera y lacado de los heavies. Creo que me fijé en ella porque sonreía mucho, y los punkis no sonreían casi nunca, siempre estaban enfadados. Aquel año de 1994 andaban muy pelmas con la revolución de Chiapas. Como cantaba La Polla Records, se sentían los nietos de los obreros que los fascistas nunca pudieron matar. Es decir, como insistía la canción: los nietos de los que perdieron la guerra civil, aclaración tal vez no muy poética pero sí necesaria para quienes no estudiábamos la guerra civil en clase de historia. También era una afirmación osada, pues de todos es sabido que los supervivientes, los que no pudieron matar, son los peores, los más viles y cobardes. Yo no presumiría de ser el nieto de quienes agacharon la cabeza cuando sus amigos enfrentaban el pecho a las balas.
Ella, en vez de andar siempre enfadada y repartir chapas contra la energía nuclear y asistir a conciertos para recaudar fondos para el subcomandante Marcos, sonreía y bebía cerveza con nosotros, sin importarle que la música de aquel antro fuera tan apolítica como pretenciosa, y tal vez por eso empezamos a hablar, quién sabe de qué, y nos gustó hacernos compañía sin mirarnos el pedigrí de nietos de los que perdieron la guerra civil ni presumir de pasamontañas zapatista. "



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