Judíos errantes (fragmento)Joseph Roth
Judíos errantes (fragmento)

"El cadáver del judío devoto yace en una sencilla caja de madera, cubierto con un paño negro. No será llevado en carroza sino a hombros de cuatro judíos, a paso ligero, por el camino más corto; ignoro si ello es así porque está prescrito o porque un paso más lento doblaría la carga para los portadores. Casi van a la carrera con el cadáver a través de las calles. Los preparativos han durado un día. A ningún muerto le está permitido permanecer en la tierra más de veinticuatro horas. Los plañidos de dolor de los que le han sobrevivido han de oírse en la ciudad entera. Las mujeres marchan por las callejas gritando su pena a todo desconocido que encuentran a su paso. Hablan al difunto, le dirigen apelativos cariñosos, demandan su perdón y su gracia, se cubren a sí mismas de reproches, preguntan, perplejas, qué harán ahora, aseguran que ya no quieren vivir—y todo esto en mitad de la calle, en la calzada, a todo correr—, mientras en las casas asoman rostros indiferentes, los forasteros se ocupan de sus negocios, los carruajes pasan de largo y los tenderos atraen a la clientela.
En el cementerio se desarrollan las escenas más conmovedoras. Las mujeres no quieren abandonar las tumbas, se hace preciso obligarlas, y el consuelo toma el aspecto de una doma. La melodía de la oración fúnebre es de una grandiosa simplicidad, breve y casi brusca la ceremonia de inhumación, grande el tropel de mendigos que se disputan una limosna.
Durante siete días, los más allegados de entre los deudos del difunto permanecen sentados en el suelo de la casa de éste, o en pequeños taburetes, deambulan en calcetines, ellos mismos con aspecto de medio muertos. En las ventanas arde una pequeña y mortecina candela mortuoria delante de un lienzo blanco, y los vecinos traen a los que guardan el luto un huevo duro, el alimento de aquel cuyo dolor es redondo: sin principio ni fin.
A pesar de todo, la alegría puede ser tan poderosa como el dolor.
Un rabí milagroso casó a su hijo de catorce años con la hija—de dieciséis—de un colega, y los jasídicos de ambos rabíes vinieron a la fiesta, cuya duración fue de ocho días y en la que participaron alrededor de seiscientos invitados.
Las autoridades les cedieron un viejo cuartel en desuso. Tres días duró el peregrinaje de los invitados. Llegaron en coches, caballos, se trajeron sacos de heno, colchonetas, niños, ornamentos y grandes maletas, y se instalaron en las salas del cuartel.
El trasiego era grande en la pequeña ciudad. Unos doscientos jasídicos se revestían con sus antiguos ropajes rusos, se ceñían sus viejas espadas y cabalgaban a lomo de sus caballos sin silla a través de la ciudad. Entre ellos había buenos jinetes que daban un mentís a todos esos chistes malos que tratan de médicos militares judíos y que hablan de que los judíos temen a los caballos.
Ocho días duraron el bullicio, las apreturas, los cánticos, el baile y la bebida. A mí no se me permitió participar en la fiesta, que estaba organizada exclusivamente para los interesados y sus seguidores. Los extraños se apelotonaban fuera, miraban a través de las ventanas y escuchaban la música de baile, la cual, por cierto, era estupenda.
En el Este hay, de hecho, buenos músicos judíos. Es un oficio hereditario. Músicos individuales le dan prestigio y su fama alcanza unas cuantas millas más allá de su ciudad natal. Los auténticos músicos no tienen mayor ambición. Componen melodías que, pese a no tener ellos la menor idea del solfeo, transmiten a sus hijos varones y, a veces, a grandes porciones del pueblo judeo-oriental. Son los compositores de canciones populares. Cuando mueren, la gente sigue contando anécdotas de su vida al cabo de cincuenta años. Pronto se olvidan sus nombres, pero sus melodías se cantan y recorren el mundo poco a poco. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com