El último día (fragmento)Vicki Baum
El último día (fragmento)

"Schmitt, de Bielefeld, fue el primero que cantó, luego lo hizo Hannes Rassiem, y después, de nuevo, Schmitt.
El teatro era grande y estaba sombrío y desierto; como vestigio de la gran limpieza a la que se había procedido durante el verano, había un penetrante olor de cera y barniz que impregnaba la atmósfera y oprimía la garganta. El escenario, inmenso, estaba mal iluminado, desprovisto de todo decorado salvo un fondo desproporcionado y lejano.
El nuevo director de orquesta acompañó a los cantores, mientras los otros tres cuchicheaban algo en la penumbra, entre butacas cubiertas con fundas grises.
Schmitt cantó con voz potente, amplísima. De su boca, desmesuradamente abierta, en cuyo interior brillaban sólidos y largos dientes, se escapaban notas formidables, claros sones metálicos que llenaban y animaban la sala. Era una voz asombrosa, que, tanto por su amplitud como por su fuerza, empujaba y lo arrasaba todo con ruda violencia. Schmitt, de Bielefeld, tenía, sin embargo, un sentimiento, una sensibilidad vulgar, ingenua, que lo llevaba a prolongar sus agudos. Encontraba una especie de goce en prolongar su vibración, cerrando los ojos, echando a un lado la cabeza y sosteniendo sin esfuerzo «fermata» tras «fermata». Ciertamente no se podría decir gran cosa del método del famoso Roust, de Colonia, si allí se hubiera tratado de juzgar un método, una ciencia y un arte cualquiera. Cierta tendencia a salir del tono no podía pasar inadvertida: Schmitt situaba la voz en un tono demasiado alto.
Cantó el «Preisleid» de «Los Maestros Cantores»; luego, estimulado por el murmullo de aprobación que ascendía desde las butacas, entonó un «aria» de «Aída» y, para terminar, una vieja «arietta» italiana, una composición fastuosa, llena de virtuosismo, que se mantenía constantemente en un registro sobreagudo, porque había sido escrita para un castrado.
Schmitt cantó mientras Hansen Rassiem escuchaba con risa forzada, sintiéndose palidecer bajo el afeite. Lo cantó sin estilo, sin técnica, casi atrozmente, proyectando unas después de otras, al azar, las notas altas, con una potencia vocal casi monstruosa. Sus orejas enrojecían, los músculos de su cuello se hinchaban, pero parecía que aquello se debía menos al esfuerzo que al famoso método de Roust. Y cuando hubo terminado, después de hacer resonar docenas de «do» de pecho, cuando los oyentes de la orquesta comenzaron a recobrarse poco a poco del aturdimiento provocado por aquella fuerza desencadenada, extrajo un pañuelo del bolsillo, expectoró y declaró que no se hallaba en plena forma. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com