Goat Mountain (fragmento)David Vann
Goat Mountain (fragmento)

"Oímos entonces el agua en la pila, un sonido constante y tan urgente que a veces no se podía aguantar. A veces parecía que iba a arrastrarnos. Y no había forma de cortar ese flujo. No había grifo, nada con que parar el chorro. El sonido omnipresente y su potencia en aumento, amplificado por el recipiente. Agua que salía de grietas en las entrañas de aquel monte. Agua que cayó como lluvia mil años atrás y que había vivido a presión desde entonces, estrenando libertad solo ahora, de modo que cómo no iba a redoblarse su presión, y no solo una vez, bajo el peso de toda aquella mole rocosa.
Sentí pánico. El corazón desbocado y dificultad para respirar. Aquella agua podía desgarrar la tierra justo bajo nuestros pies. Y lo mismo valía para la sangre, bombeando a presión dentro de mi cuerpo, imposible de parar. De chaval solía tener estos ataques de pánico, siempre pesadillas de presión, e incluso ahora, al recordarlo, me cuesta respirar. Y yo siempre pensaba que no iba a sobrevivir. No sabía cómo superar aquellos trances. Mi padre y mi abuelo, delante de mí, dos presencias insoportables. Su lado de la mesa más elevado, en cualquier momento podían caerme encima.
El tiempo ya no volvió a moverse. O esa fue la sensación. Cada instante una eternidad. Recordándolo ahora, podría decir que terminamos de comer y nos levantamos de la mesa, pero en su momento estábamos irremediablemente perdidos y no es una exageración, mi padre pesaba quinientos kilos y mi abuelo diez veces más y me aplastaban entre los dos, la presión del agua en aumento detrás de ellos.
Pero los mayores sí se terminaron sus bocadillos, yo no comí porque no podía, mi padre fue el primero en levantarse e ir hacia su petate y pude respirar otra vez. Tom se marchó también pero mi abuelo me tenía allí inmovilizado, su rostro el de una montaña hecha de pliegues y grietas, granito blanco con grano y veta oscuros, hasta que pasó las piernas sobre el banco y se levantó y anduvo como cayéndose hacia su colchón y yo me sentí libre.
Caminé con tiento y me alejé de la pila y del colchón de mi abuelo, y mientras caminaba el aire por fin empezó a perder densidad, la presión disminuyó ¿revirtiendo hacia dónde?, ¿adónde irá eso? El aire se normalizaba, se normalizaba el sonido, convirtiéndolo todo en una mentira, un sueño, pero unos minutos antes mi corazón era como de piedra.
Mi petate escondido detrás de hojarasca, remetido en la montaña, y al acercarme volví la cabeza, me aseguré de que nadie estuviera mirando. Salté aquel tronco y me metí allí dentro, a salvo en mi madriguera. Desplegué el saco de dormir y tumbado boca arriba contemplé el cielo más allá de los pinos, y las agujas eran como agujas perfectamente grabadas en el azul, reales e innegables, independientes unas de otras, pero a millares y muy juntas erizando el aire. Pensar en cuántas debía de haber en el círculo de árboles más cercanos y en el campamento entero y ladera arriba hasta otras montañas en una extensión de muchos centenares de kilómetros, eso era un tipo de pánico diferente, no de presión como el otro sino de evaporarse, de adelgazar y disiparse, y fue ese otro miedo el que me atenazó entonces, no a ser aplastado sino a evaporarme atraído hacia un vacío inmenso, y ambos miedos eran igual de terroríficos y carentes de origen.
Cerré los ojos, me ovillé y me dispuse a esperar. El saco de dormir olía a humo de leña, había ido impregnándose a lo largo de los años, sensación de confort, y olía también a sudor y a sangre de animales de todas clases, y ya casi me había dormido cuando oí un golpe fuerte, un golpe sordo, y supe qué lo había producido. El muerto al caerse. "



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