La vida invisible (fragmento)Sylvia Iparraguirre
La vida invisible (fragmento)

"A los 22 años conocí a Abelardo Castillo. Lo vi por primera vez a los 21, cuando un amigo me llevó a una reunión de la revista El Escarabajo de Oro en el café Tortoni. La segunda vez fue al año siguiente, 1969, en un práctico de Literatura Argentina, en la facultad. Lo habían invitado a hablar de su cuento “Los ritos”, que estaba en el programa. La invitación partió de dos alumnos que lo conocían. Era una rara excepción tener un cuento de Castillo en el programa y todos estaban un poco revolucionados con que viniera, ya que se sabía que era un escritor de izquierda. Yo estaba en ese práctico.
Necesito decir antes que nada que el nuestro no fue un encuentro intelectual ni literario. Fue un encuentro vital, emocional. Nos gustamos; nos enamoramos de nuestras virtudes y defectos, y fue para toda la vida. A pesar de que yo era muy joven y de que la diferencia de edad al comienzo pesó, desde el primer momento, superando los alarmantes altibajos que respondían, básicamente, a nuestros caracteres empecinados, intuimos compartir un núcleo profundo, central, un sentido general de la existencia y de las cosas, que los años solo profundizarían. Eso fue lo esencial. La literatura, además de haber sido la causa de nuestro encuentro, le dio a nuestra relación una dimensión y una felicidad sumadas. Con “dimensión” quiero decir la posibilidad de una unión de otro tipo, una complicidad en algo que nos llevaba más lejos, que venía de antes e iba al futuro: los libros. Fuimos muy afortunados; tuvimos esa suerte que tienen algunas parejas que comparten un oficio o profesión que aman y en la cual se regocijan. Y si hubo un secreto fue este: nunca intenté domesticarlo; nunca interfirió en mi independencia. La nuestra fue una historia de amor profundo y de concesiones mutuas.
Con Abelardo la vida invisible se visibilizó, fluyó, para transformarse en un diálogo continuo. Si la biblioteca de la casa de mi abuela arma la primera escena de mi novela personal como lectora, en la biblioteca de Abelardo, en nuestro departamento de la calle Pueyrredón, empezó mi educación literaria.
¿De dónde venía yo, a todo esto, y qué era para mí la literatura? A los 22 años ya no vivía en el pensionado de monjas de cuando llegué a estudiar; ahora compartía un departamento con mis primas. Me sentía libre, feliz, y estaba deslumbrada por el descubrimiento de Buenos Aires, que tomó una proporción ilimitada, fantástica, como una inmensa caja de sorpresas. Lo máximo que me había sucedido era conocerlo a Borges, haber compartido con él las horas del cuatrimestre de Literatura Inglesa. Los libros seguían cayendo sobre mi cabeza desordenadamente. De ese año recuerdo La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, El exorcista, de William Blatty, Trópico de cáncer, de Henry Miller, y el Diario argentino, de Gombrowicz. Mi vida era idéntica a la de miles de chicas que viven en sus departamentos de estudiantes, con sacudones como la separación de los Beatles o la noche del 8 de octubre, primer aniversario de la muerte del Che en la facultad tomada por el centro clandestino de estudiantes, experiencia que me marcó hondo y que no cabe aquí contar. La literatura habitaba entre los muros de la facultad y yo solo debía estudiar y rendir materias; allí estaba el orden, en lo demás, me despreocupaba. Leía sobre el rey Arturo y la materia de Bretaña, con placer, El Periquillo Sarniento, por deber, Lope de Vega, a granel. La literatura transcurría bajo los órdenes de los ismos, de las escuelas, de lo renacentista y lo barroco, de lo romántico, de la mística de san Juan de la Cruz. Los libros se sucedían en el devenir del tiempo como por un túnel, de tanto en tanto descalabrado por un fogonazo deslumbrante, como el de Sor Juana o como la Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory. También escribía, algo que hacía desde mi época de colegio: un diario, bocetos de cuentos, poemas malos; anotaciones de diálogos que escuchaba en los viajes en tren: llevaba un cuaderno. Pero la importancia de ese cuaderno era relativa y personal. Así era, simplificado, mi mundo cuando conocí a un lector que derribaría, sin proponérselo, por puro contacto, ese orbe ordenado. Y conocí su biblioteca. No es que lo tomé bien. Había atracción, a la vez que ganas de huir, como si me acercara a un peligro. Y el peligro fue que las pocas certezas que tenía iban a ser puestas a prueba, yo iba a tener que aprender a defenderlas. Más todavía, iba a tener que pensar qué quería hacer con mi vida. "



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