El año del mono (fragmento)Patti Smith
El año del mono (fragmento)

"Busco solaz en las nubes, que cambian de forma a toda velocidad: un pez, un colibrí, un niño haciendo esnórquel, imágenes de tardes pretéritas.
Es el calor sin precedentes y los arrecifes de coral agonizantes y la rotura de la placa de hielo ártica lo que me atormenta. Es el vaivén de Sandy entre la conciencia y la inconsciencia, su lucha contra una batería de infecciones bacterianas, mientras dibuja sus propios escenarios apocalípticos, salidos directamente de las entrañas del Heart o’ the City Hotel. Lo oigo pensar, oigo la respiración de las paredes. Quizá sea necesario un cambio, un interludio de algún tipo, salir de un escenario, permitir que se desarrolle alguna otra cosa. Algo trivial, ligero y de lo más inesperado.
Hace un tiempo, durante un intermedio de Tristán e Isolda en La Scala, mientras buscaba un baño entré sin darme cuenta en una sala abierta en la que estaban preparando los vestidos de Maria Callas para una exposición. Ante mí apareció el característico caftán negro que la Callas llevó en su papel de Medea en la película dirigida por Pier Paolo Pasolini. También estaba su túnica, el tocado con velo, varios collares de inmensas cuentas de ámbar y la casulla con infinitos bordados que se vio obligada a vestir mientras cabalgaba por el desierto bajo un calor tan intenso que se dice que Pasolini dirigió la película en bañador. Su Medea, a pesar de estar interpretada por la soprano más cara de la historia, no cantaba, algo que a Sandy y a mí nos parecía exquisitamente irreverente, pues añadía una tensión discordante a la magnífica interpretación. Sopesé el ámbar y pasé la mano por toda la túnica, la misma que la había transformado en la bruja de la Cólquida. Sonó el timbre que anunciaba el fin del interludio y me apresuré a volver al asiento; mis compañeros no advirtieron nada diferente en mí. No tenían ni idea de que durante ese intermedio yo había tocado las vestimentas sagradas de Medea, cuyos hilos llevaban el sudor de la gran Callas y la huella invisible de Pasolini.
Nada tiene solución, pero me largo de todos modos, me digo mientras preparo mi reducida maleta. El mismo ritual de siempre: seis camisetas de manga corta de Electric Lady, seis mudas de ropa interior, seis pares de calcetines de canalé con una abeja bordada, dos cuadernos, remedios herbales para la tos, mi cámara, los últimos paquetes de película Polaroid que acaban de caducar y un libro, los Collected Poems de Allen Ginsberg, un guiño a su inminente cumpleaños. Su poesía me acompañará en una breve gira de conferencias, una que me llevará a Varsovia, Lucerna y Zúrich, libre durante el día para desaparecer por las callejuelas, algunas conocidas y otras extrañas, y acabar topándome con descubrimientos inesperados. Una ración de paseos erráticos y pasivos, un pequeño respiro del clamor, de los gritos del mundo. Las calles por las que caminó Robert Walser. La tumba de James Joyce en lo alto de una colina. El traje de fieltro gris de Joseph Beuys que cuelga, desatendido, en una galería vacía de Oslo.
Durante mis viajes, desconecto de las noticias, releo los poemas de Allen, una expansiva jukebox de hidrógeno que contiene todos los matices de su voz. El poeta no se habría desentendido del ambiente político actual, sino que habría saltado de cabeza, habría utilizado su voz en toda su potencia para animar a la gente a estar alerta, a movilizarse, a votar y, si es preciso, a verse arrastrada a un camión policial, en una desobediencia pacífica.
Mientras paso de frontera a frontera, el ajetreo del ambiente adquiere un carácter sobrenatural. Los niños parecen autómatas, muñecas de papel con chaquetitas que arrastran sus propias maletas adornadas con las chapas de sus propios viajes. Me muero de ganas de seguirlos, pero continúo mi camino lleno de curvas y emprendo el viaje previsto a Lisboa, la ciudad de la noche empedrada. "



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