La historia más triste (fragmento)Javier García Sánchez
La historia más triste (fragmento)

"Irene fue dejando pasar el rato sin apenas parpadear, clavando la vista en su reloj de pulsera y a menudo haciendo gestos nerviosos incoherentes. Por ejemplo, estando frente al espejo, hacía todo tipo de muecas faciales mientras con una mano, o con ambas simultáneamente, se llevaba el cabello para un lado, y luego para otro, como si con esa serie de movimientos quisiera cambiar de personalidad, o de cara. Pero no lo conseguía. Ella, y eso lo sabía a la perfección, no daba para más. Muy mona, muy bajita y muy espabilada. De lo que en verdad estaba orgullosa era de ser espabilada, pues pensaba que le suministraba un potencial oculto nada despreciable. Como después de toda esa actuación frente al espejo comprobase que aún tenía delante una chica pasable pero bajita, y por delante una hora larga para salir de casa, decidida a terminar para siempre con algunos de sus vicios, hizo lo que su inteligencia, más que su cuerpo, le pedía. Alimentó el fuego de esos vicios de modo exagerado, con la convicción de que era la última vez, por supuesto, que incurría en ellos. Se sirvió un vaso alto de whisky sin hielo, hasta más de la mitad, pero sólo para dar un par de tragos, por el mero placer de dejar el resto, de tirarlo lentamente por el desagüe del fregadero mientras pensaba: «Maldito alcohol, estoy venciéndote, te tengo acorralado.» Abrió con deleite una cajetilla de tabaco rubio con el propósito de que en esa hora fumaría no más de tres cigarrillos, tal vez cuatro, y después la tiraría a la basura o la dejaría en cualquier rincón, olvidada, como clamoroso triunfo de su férreo espíritu. Esa cajetilla sería la muestra de su integridad, de sus firmes propósitos de la enmienda y de su voluntad de acero. Sin dejar de observar el reloj comprobó que aún le quedaban tres cuartos de hora para estar en casa. Lentamente, con frialdad cirujana, consumió bastante más de media cajetilla de tabaco rubio, apurando las colillas, en una especie de cadena humeante sin freno. Y repitió whisky, ahora con un poco de agua, para engañarse a sí misma, pero con el vaso a rebosar. Casi un «integral para momentos críticos», como ella denominaba a esa bebida. Ese era sin duda un momento crítico. A partir de esa cita, que se aproximaba inexorablemente, podían cambiar muchas cosas de su vida. O ninguna. Ese era el riesgo. Pero estaba segura de que a partir de ese instante, desde el día después de la cita, sería otra persona, desde luego sin vicios ni dependencias físicas como las del tabaco y el alcohol. Mientras, Irene iba fumando y bebiendo, más que para serenarse o aturdirse, diríase que, en efecto, a modo de definitiva despedida de esos vicios, si es que podían ser calificados de tales. «Pase lo que pase, terminó la mala vida», pensaba. Pero lo cierto era que el descalabro, el castigo al que estaba sometiendo a su organismo, era considerable y peligroso. Además, faltó poco para que, echada sobre el sofá, y acaso influida por el efecto inmediato del whisky, cayese por tercera vez en el más solitario y placentero de los vicios que uno puede procurarse. Empezó con un retortijón de estómago y un ligero masaje por esa zona para amortiguar la molestia. Luego empezó a molestarle una de las gomas elásticas de la braguita, pues era una talla realmente pequeña incluso para ella. Y el recuerdo del rostro de Miguel, su aliento en esa zona diciendo: «Braguitas pederasticas, qué bien», y olisqueándolas por aquí y por allá lentamente. Pero no, se sentó bruscamente en el sofá, apretadas las rodillas y con la copa agitándose delatoramente entre sus dedos. Tres veces era ya demasiado. No iba a ser su plusmarca, ni mucho menos, pero sí le parecía algo inadmisible dadas las circunstancias mentales que debía atravesar en las próximas horas. Tampoco era cuestión de llegar a esa cita arrastrándose, con enormes ojeras, la tez violácea y a punto del desfallecimiento. Lo grave del caso era que, de ser así, de presentarse Irene físicamente deteriorada, él quedaría decepcionado, y además creería que estaba fingiendo. No, él la quería fresca como una rosa, recién bañada por el rocío de la mañana, como le dijo en cierta ocasión, aunque al poco estalló en una fuerte carcajada estentórea que a Irene le dio bastante en que pensar. ¿Otra metáfora erótica? Daba igual, fresca como una rosa, ése era el objetivo. "


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