Juyungo (fragmento)Adalberto Ortiz
Juyungo (fragmento)

"Volver a la naturaleza, volver a la paz campesina, volver a la gente común y extraña a la vez; intentar libertarse de pesimistas ideas, de prejuicios absurdos, matar su timidez y su depresión; recuperar la alegría de vivir y la fuerza espiritual generadora de las bellas obras y los bellos pensamientos. Esto era lo que buscaba Antonio Angulo, cuando llegó a la isla Pepepán.
Por las mañanas caminaba, a la deriva, por las veredas poco transitadas, con débiles escalofríos. Acariciaba en actitud franciscana, panteísta, los rugosos árboles de hobo; sentía la frescura de su corteza y tumbaba sus ciruelos maduros. Del piso humedecido por el sereno o por la garúa de la noche, le subía un olor familiar de tierra mojada, que conmovía todo su ser. Una puerca parida se internaba en los platanales, buscando racimos de mampora, caídos por el peso, o triscaba, junto con sus cómicos y ágiles lechoncillos, las guayabas maduras, esparcidas en rededor de los rojizos troncos de los guayabos. Los patos, con su caminar de barco de alta mar, se dirigían acompasadamente, hacia el río, y parpando, nadaban en un remanso. Las gallinas escarbaban afanosamente entre las raíces, y los pollos chotos nunca querían bajar de casa. Los perros se revolvían furiosos contra las moscas y hacían sonar sus mandíbulas cuando intentaban atraparlas, o se rascaban ridículamente las pulgas y la sarna. A veces, alguno salía disparado, como loco, para divertirse en la persecución de algún pollón cantor y presumido, hasta sacarle algunas vistosas plumas y alarmar a la ponendera. Todas estas escenas y actitudes animales, arrancaban una sonrisa del joven mulato, que hallaba distintos parecidos de algunos de estos seres con personas conocidas por él.
Después se encaminaba a la ramada del tabaco, y trabajaba como los demás, sin cambiar muchas palabras, pero con el oído atento a las ajenas conversaciones.
En la casa, sobre una mesa, había tres libros ya agujereados por las polillas. Antonio se acercó el primer día y leyó sus títulos: Historia de Carlomagno; Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno; Maditas sean las Mujeres. Ojeó las láminas: Carlomagno parecía Moisés o el Padre Eterno. Y Bertoldo bien hubiera podido pasar por Sancho. Revisando estos libros, se explicó por qué el perro más antiguo de la finca llevaba el nombre de Fierabrás. No había nadie en la familia que no hubiera leído esos libros, o por lo menos los hubiese oído leer o relatar. Y cuando estuvo desocupado, se acostó en la hamaca de la sala y los leyó también.
El viejo Ayoví era un patriarca muy creyente. Calculaba las seis de la tarde, y entonces llamaba a la oración. Sus dos hijos, de las otras casas, rara vez concurrían, pero seguramente practicaban la misma costumbre en sus hogares. Lastre y Antonio procuraban no estar presentes a esa hora, y si era imposible evadirse, permanecían rígidos, impasibles, sin dar muestras de aburrimiento.
El viejo nunca tocaba este punto, y dirigía las plegarias contritamente, mientras las dos mujeres y Azulejo hacían el coro, un coro de abejas. "



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