De un mundo que ya no está (fragmento)Israel Yehoshua Singer
De un mundo que ya no está (fragmento)

"Aunque en casa de mi abuelo las mujeres no debían cantar, esta canción de amor se les toleraba porque era interpretada como una parábola de Dios con su pueblo de Israel: el rey era Dios, y la princesa la comunidad de Israel; el pájaro era el mensajero que anunciaba al pueblo la buena nueva de la redención. Si ambas muchachas huérfanas pensaban realmente en esa interpretación religiosa o, por el contrario, en el simple amor entre un rey y una princesa, es algo que no sé. En cualquier caso, cantaban la canción poniendo todo el corazón y el sentimiento en esa melodía.
En el despacho rabínico de mi abuelo, en esa gran habitación sumida en densas y pesadas sombras, sonaban otra clase de canciones; los himnos que durante la tercera comida sabática cantaban devotamente alrededor de la mesa varias decenas de judíos, algunos sentados y otros de pie, de entre los más pobres de la ciudad. La mayor parte de ellos eran artesanos, en concreto fabricantes de cedazos.
Bilgoray tenía como industria principal la producción de cedazos, que se vendían en toda Rusia e incluso se exportaban al extranjero. También los campesinos de los alrededores solían fabricarlos, pero sólo en invierno, cuando no era posible trabajar los campos. En cambio, los judíos de Bilgoray se dedicaban todo el año a esta artesanía y varios centenares de familias producían cedazos. Las mujeres se encargaban de recoger el pelo de las crines de caballo, que limpiaban y lavaban hasta dejarlo listo. Los hombres se sentaban ante los telares, y sus manos tejían entre cintas y cuerdas como moscas en una tela de araña. Era un trabajo peligroso, en el que se podía contraer la tuberculosis al cabo de un par de décadas o incluso antes. La mayoría de ellos trabajaban desde la madrugada hasta medianoche. Con el tiempo se quedaban jorobados y medio ciegos, tosían y la sangre desaparecía de sus rostros. Lo mismo les sucedía a las mujeres. Era una dura labor con la que, sin embargo, apenas ganaban para comprar pan y patatas suficientes para saciar el hambre y alguna prenda para cubrir el cuerpo. Los pocos negociantes ricos que les contrataban el trabajo sólo les pagaban algunos groschen por ese gran esfuerzo. Hasta el punto de que, al cabo de toda una semana trabajando junto a los demás miembros de su familia, se veían obligados, para preparar el sabbat, a llamar a las puertas de las casas de familias pudientes los viernes por la tarde y pedirles algún pan trenzado o pan común. A menudo yo los veía entrar avergonzados en la cocina de mi abuela. Ella les entregaba esos panes, la mitad o enteros, y ellos la bendecían y le deseaban lo mejor. Mi abuela negaba con la cabeza, irritada con los explotadores de esa pobre gente. Los más jóvenes y fuertes eran capaces de ganarse el pan en otros trabajos, pero también ellos vivían en la miseria, en callejuelas que eran nidos de pobreza, de suciedad y de enfermedades, mientras sus patronos se hacían más ricos cada día. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com