Juicio a Satán (fragmento)Ray Russell
Juicio a Satán (fragmento)

"El rey estaba decidido a resistir. Lanzaba gritos desafiantes a sus adversarios exhaustos y, al retroceder, sentía cómo las piedras rugosas del castillo le arañaban los hombros de la armadura. De fondo solo se oían los gritos y el fragor de la contienda. Aunque la cabeza le daba vueltas, era capaz de vislumbrar las terribles consecuencias que tendría rendirse: la capitulación, hincar la rodilla ante el joven pretendiente para besar el suelo, verse obligado a padecer el escarnio de la chusma, la degradación y la terrible vergüenza. No, rendirse no era una opción. Prefería la muerte…
(Gregory se removía inquieto. Parecía estar inmerso en uno de esos sueños reales, intensos y cinematográficos que con tanta frecuencia tenía. Unas veces eran increíblemente bellos y otras aterradores; su significado en ocasiones era evidente, aunque por lo general le resultaban enigmáticos e incluso descabellados; a menudo no eran más que pastiches absurdos, más propios de un erudito que de un sacerdote, tejidos con ecos de alguna pieza teatral y retazos de obras literarias, entre las cuales solían destacar la Biblia y las tragedias de Shakespeare…).
El rey levantó un brazo cansado para protegerse con el escudo. «Ponte en guardia, Macduff», dijo con una sonrisa serena. Y a continuación, con los dientes apretados, susurró las que serían sus últimas palabras: «Y que la maldición caiga sobre quien primero diga “¡basta!”»[7].
En cuanto pronunció la última sílaba, se lanzó sobre el acechante Macduff y lo obligó a salir al balcón. El rey agarró el sable con las dos manos y lo blandió con fiereza, describiendo unos arcos amplios y letales. La hoja silbaba al rasgar el aire.
Macduff evitó hábilmente los espadazos y esperó a que le llegara su oportunidad. Por fin la vio: el rey, enloquecido, echó los brazos atrás para asestar un fuerte golpe y quedó desprotegido. Macduff le clavó la espada en las tripas. Gregory soltó un aullido; el sable se le cayó al suelo con un enorme estruendo. Macduff sacó levemente la espada de su cuerpo y la retorció con saña mientras el rey exhalaba un lamento de dolor.
Con la visión borrosa, Gregory pudo ver a su enemigo levantar la espada para darle el golpe de gracia. Apuntó al cuello del monarca: pretendía segarle la cabeza de un solo tajo. La espada zumbó en el aire…
Gregory tenía delante a las tres brujas: esas criaturas del mundo antiguo con las que ya se había encontrado dos veces cuyas confusas profecías habían causado su defenestración. Estaban rodeadas por la oscuridad y sus cuerpos desnudos, enjutos y luminosos resplandecían entre las sombras. Sonreían, se confundían unas con otras y, en un determinado momento, empezaron a cambiar de forma hasta que se fundieron en una sola presencia que saludó a Gregory con una mueca silenciosa.
El ente le tendió la mano. Gregory se sintió impelido a cogerla. Fue conducido a través de un páramo reseco. A lo lejos se oía un lamento, como un montón de gaitas sonando al mismo tiempo. A medida que se acercaba al origen de aquel estruendo, Gregory se dio cuenta de que en realidad se trataba de una mezcla de sollozos y gritos humanos. Algunos empezaban muy bajo —eran apenas un gruñido que provenía de las entrañas— e iban subiendo de intensidad en un tortuoso crescendo que terminaba en un chillido desgarrador. Otros eran poco más que gemidos inquietos y febriles. El más espantoso era el grito atronador y constante de una mujer que solo se interrumpía para tomar aire y poder seguir con ese lamento espantosamente regular y tenaz. "



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