Blumenberg (fragmento)Sibylle Lewitscharoff
Blumenberg (fragmento)

"El entierro se realizó diez días después en el Cementerio Central de Heilbronn. El párroco evangélico hizo bien lo que debía hacer, aunque allí ya no había nada que hacer. Se percibía en su voz que él mismo estaba perplejo. Elisabeth había sido alumna suya en el curso de confirmación; la recordaba perfectamente: rápida había sido, impredecible, vital, sí un poco seria para su corta edad. Podía hacer preguntas incómodas que apuntaban directamente a la
espinosa espesura de la lógica teológica. Al párroco no le quedó más que dejar su muerte como un enigma y evitar poner demasiada unción y énfasis en sus versículos llenos de misericordia. Difícil liberar de algo de su carga a los padres. Rígidos como dos velas, una larga y una corta, estaban sentados ambos en la primera fila.
Gerhard se había unido al final del cortejo fúnebre. El ataúd de color castaño que los portadores uniformados de negro llevaban un poco torcido, las coronas que iban acompañando el cortejo... no pudo relacionar nada de lo que vio allí con Isa. Cuán poco de aquello, lo que fuese que hubiera dentro del ataúd, se asemejaba a ella. Isa definitivamente no se había deslizado en un sueño poblado de amigos. Había liquidado el asunto en forma sumaria; rompió, muñeca.  Doble, triplemente rota.
No era como si hubiese muerto el amor de su vida y él ahora fuera a morir de tristeza. De golpe Isa se le había vuelto ajena, terriblemente ajena. Un espíritu cruel que se había disfrazado de muchacha joven se había burlado de él. Tenía una sed terrible. Le sobrevino un ataque de tos que le hizo saltar las lágrimas. Un rostro de monito arrugado secado con la manga de la chaqueta, profundos surcos en las lisas mejillas, en la lisa frente. Isa, o lo que quedaba aún de ella allí, lo miraba. Los ojos de agua mar de Isa miraban al monito con compasión. Un oscuro éxtasis se apoderó de él. Pasó la mano por un arbusto de boj y arrancó una hoja. Debajo, infatigables gorriones, pic, pic, pic. Dos gorditos con una pelusilla de bebé en el pecho. Pequeñas almitas que mueren más rápido que lo que tardan en romper el cascarón. Le vinieron a la mente las manos torpes de Isa, siempre listas para retraerse. Pero sí, ella había sido el amor de su vida, la suicide machine de Springsteen. Ella le había calado hasta los huesos. En su mente, besitos gustosos; un ansia sin ningún sentido. Deseó poder estar de nuevo en la maldita cama de hierro.
Pero quizás era mejor cuando un amor tan tirano se extirpaba violentamente. Había que amar bien, concienzuda, sensatamente, buscar la pequeña paz, la pequeña felicidad. Él no se asaría eternamente a fuego lento en su pesar. Él estaba vivo y los muertos yacían mudos en sus tumbas o se hallaban en tránsito rumbo a ninguna parte.
El cortejo se detuvo debajo de tres altos abetos. En el sendero lateral, varias carretillas apostadas. Una pareja de mariposas pardas de manchas oceladas desapareció entre sus sombras. Una pequeña acotación: él estaba vestido de una manera ridículamente formal. Le apretaban los zapatos.
Al día siguiente los padres de ella lo recibieron en su casa. ¡Por amor de Dios! ¿Por qué Elisabeth no les había presentado a este buen y querible muchacho que enseguida conquistó su corazón, en la medida en que este podía soportarlo en ese momento? Hubieran hecho todo lo que estuviese a su alcance para que Gerhard se sintiera cómodo con ellos y –naturalmente de un modo discreto, no había que entrometerse demasiado– le hubieran dado a entender a Elisabeth que él era el hombre para ella; Gerhard llegaría a ser alguien, eso lo percibió el viejo Kurz muy rápido, y el dinero no tenía ninguna importancia, ellos tenían suficiente.
Cuando Gerhard entró a la espaciosa casa, dentro de la cual los padres parecían pajarillos asustados, casi incapaces de ofrecerle con voz segura que tomara asiento en el sofá –cómo temblaba la mano de la madre cuando le sirvió una taza de té y le alcanzó un platito floreado con bizcochos– comprendió aún menos a Isa. "



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