Morir en California (fragmento)Newton Thornburg
Morir en California (fragmento)

"Esa tarde, a las seis, Hook llamó a casa y habló con la tía Marian, con Jennifer y con Bobby, y les dijo que las cosas avanzaban bien pero no muy rápido, y que sería mejor que no lo esperaran de vuelta muy pronto. Todos le dijeron que estaban bien y que no se preocupase por ellos, pero sus voces parecían las de unos extraños, una familia que no había oído nunca antes.
Después de colgar, intentó llamar a Icarus, dos veces, con cinco minutos de diferencia, pero no respondió nadie. Llevado por un impulso arbitrario, buscó la dirección de Jack Douglas en el listín telefónico y encontró a un tal Douglas, John D. en el 300 de Sutton Lañe, en Montecito. Se preguntó si debería pasarse por allí y echar un vistazo, aunque no tenía ni idea de para qué podría servir eso. De todas formas, todavía era temprano y no tenía otra cosa que hacer, así que decidió ponerse en marcha.
Por el camino paró en un drive-in y engulló un par de hamburguesas pastosas, la carne de peor calidad que había probado en su vida. Sabía, sin embargo, que tenía el paladar algo mal acostumbrado por la ternera suprema de Black Angus engordado con maíz que comía cada día en casa. Mientras que otros ganaderos solían criar becerras lecheras baratas para su propio uso, él había considerado siempre que si su carne era lo bastante buena para los hoteles y restaurantes de Chicago y Nueva York, entonces también era lo bastante buena para los Hook. Además, dudaba mucho que pudiera tolerar la visión de una becerra lechera en su granja; al menos en eso era un esnob.
Montecito era a Santa Bárbara lo que Beverly Hills a Hollywood: un espacio adyacente, al margen, distinto. En Santa Bárbara la gente vivía y trabajaba; en Montecito solo vivía. Era una zona dormitorio, y a él le daba la impresión de que cada uno de esos dormitorios contaba con vestidor y baño propio. También había árboles: enormes sicómoros, eucaliptos y encinas inundaban hasta tal punto las calles estrechas y sinuosas que Hook se preguntó cómo lograban los borrachos sortear ese laberinto de noche, como intentaba hacer él ahora, sobrio, conduciendo despacio y atento a los letreros de las calles. Las casas que hubiera estaban lejos de la carretera; por entre los árboles se distinguían sus luces tenues, como las de una cabaña en el bosque, y delante de cada una había por lo general un muro de piedra rústica o una verja de barrotes de hierro, una de esas que según decía el poeta Cari Sandburg solo la muerte, la lluvia y el mañana podían franquear.
Cuando por fin encontró Sutton Lañe, Hook ya estaba convencido de que iba al volante del único coche no deportivo y no extranjero de toda la costa oeste, y le alegró sentirse distinto, porque la mayoría de los autóctonos conducía como si pensase que las calles eran de un solo sentido, su sentido, y apartaba sus Jaguars, sus Porsches y sus Triumphs de un volantazo en el último segundo, como si el deporte local predilecto fuese el juego de la gallina y no el polo o el tenis. Hook se recordó a sí mismo, sin embargo, que ellos sí conocían las calles, y que no avanzaban con miedo a topar con una higuera histórica celosamente conservada creciendo en mitad de la calzada en lo alto de una pendiente o al girar la siguiente curva. "



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