El pan que como (fragmento)Paloma Díaz-Mas
El pan que como (fragmento)

"Luego, en los años sesenta y setenta, llegó a nuestras vidas la invasión de los panes industriales, más baratos, pero también peores. El pan dejó de cocerse en la panadería del barrio y venía de lejos, de las naves de los polígonos de la periferia, desde los que no llegaba el olor de la hornada a nuestras calles. Estaba fabricado con máquinas que amasaban deprisa, cortaban y pesaban en porciones exactamente iguales, daban a la masa forma de barra configurada con precisión milimétrica (nada que ver con la graciosa irregularidad de las barras, bollos, chuscos, molletes, hogazas, bodigos, roscas, teleras, colines y colones o tortas de la panadería tradicional) y lo hacían pasar por el horno a toda velocidad. Las barras llegaban a la panadería –que ya no era tahona, sino mera expendeduría– en furgonetas de transporte industrial, colocadas en vertical, hincadas, en canastas de mimbre y, más tarde, de plástico. Hasta la denominación de las piezas cambió, y empezamos a pedir cosas como «una fabiola» o «una pistola», nombres raros para una cosa de comer. Era necesario comprarlo a diario, en cantidades ajustadas, porque de un día para otro se endurecía y resultaba incomestible.
Cuando, a partir de finales de los años setenta y principios de los ochenta, los hijos de la clase media emergente empezamos a tener la oportunidad de viajar por el mundo, viajar fue para nosotros también comer otros panes: las baguettes francesas, con su olor ligeramente agrio, que para nosotros era un aroma de libertad; las chapatis de la India, a la que viajaban mochileros de inspiración hippie; el simit, la rosca de sésamo que descubrimos en Turquía; la pita de Marruecos o del Mediterráneo Oriental, que podíamos convertir en una especie de bolsillo en el que se metían carnes y verduras troceadas para formar un bocadillo redondo como una luna llena; los panes de centeno de Alemania y Suiza, esos países a los que emigraron tantos trabajadores compatriotas nuestros, precisamente para ganarse el pan, un pan oscuro, denso; las tortillas mexicanas de maíz o los crujientes grisini italianos. Panes de otros cereales o de harina de patata, salpicados de semillas (de girasol, de calabaza, de amapola, de sésamo) o trufados de nueces o de pasas. Una diversidad que nos desconcertaba un poco, porque ni siquiera sabíamos para qué servía cada variedad de pan, con qué se comía cada uno de ellos, cómo se maridaban con el alimento adecuado.
Frente a ello, en los últimos años hemos asistido a una resurrección del pan, de los panes. Probablemente ahora comemos menos pan que nunca, ya que el pan es un complemento y no la base de nuestra alimentación, como había sido siempre. Y a medida que comemos menos pan, este se convierte en un manjar caprichoso. Apreciamos los de cereales antes despreciados, como la espelta o el centeno; aparecen en nuestra mesa rebozados de semillas de sésamo, de girasol o de amapola, dejando sobre el mantel un reguero de simientes; junto a las barras convencionales, los panes adoptan formas variadas, que imitan las tradicionales o inventan unas nuevas. Entran en la masa ingredientes desusados en años anteriores: panes de ajo, de cebolla, de nueces, de pasas, con pepitas de chocolate. Panes, a veces, de una sofisticación demasiado artificial y excesiva. También panes dietéticos, pensados para personas que padecen alguna enfermedad o intolerancia alimentaria y que consumen también otras personas que no sufren dolencia alguna, llevados por la creencia maniática de que son más sanos: panes sin sal, sin gluten, sin lactosa.
Comemos nuestro pan parsimoniosamente, en pequeñas cantidades. En las sociedades desarrolladas, a nadie se le ocurre ya alimentarse sobre todo de pan; y, sin embargo, eso es lo que hicieron durante siglos, milenios, nuestros antepasados.
En uno de los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, un mercader que se ha empobrecido por ser liberal y generoso con los pobres se ve obligado a pedir un préstamo a un judío; como el judío pide fiadores, el mercader y el prestamista van a la iglesia con varios testigos; allí el mercader, a quienes todos han dado la espalda desde que es pobre, pone como fiadores a Jesucristo y a la Virgen, los únicos fiadores que le quedan. "



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