La señorita de Marsán (fragmento)Charles Nodier
La señorita de Marsán (fragmento)

"Algunos días más transcurrieron entre nuevos y solitarios paseos; pero el día de Santa Honorina llevaba mucho tiempo parado delante de la fachada de la iglesia de Codroipo cuando se abrieron sus puertas.
Apenas comenzaba el sol a levantarse. La nave estaba aún húmeda y sombría. Sólo algunas lámparas que habían velado toda la noche señalaban la capilla de la santa. El sacristán acababa de encenderlas.
Yo no era beato, pero sí religioso, y jamás una aventura galante, un deseo voluptuoso me hubiera arrancado en un templo de la profunda emoción que me inspira la casa de Dios, sobre todo cuando está vacía, que es cuando el alma se encuentra más en presencia de su Creador y Maestro. Además, yo había interpretado este segundo emplazamiento de otra manera que como es costumbre hacerlo en Italia. Yo estaba colocado bajo el imperio de una asociación inmensa, que podía contar algunas mujeres entre sus afiliados más inteligentes y activos, capaces de reanimar a un adepto tibio o descorazonado por medio de las ilusiones más apropiadas a su carácter y a su edad. Debo decir en mi honor que ni por un momento había pensado que pudiera ser otra cosa.
Entré, pues, en la capilla sin otro afán que el de rezar y ofrecer al cielo el sacrificio de mi ciega abnegación, para yo no sé qué palabra que había ligado a la causa de la vieja fe y las viejas libertades, llevado por mis generosos sentimientos. Pronto acabaron mis ojos de recorrer el estrecho recinto. Estaba solo. El sacristán había salido y el sacerdote no había llegado aún; pero el cuadro del altar resplandecía con sus luces de gala. Era una hora imponente, un solemne lugar, un hermoso espectáculo para un cristiano, y cuantas veces el dolor me ha agobiado o la soledad me ha devuelto a mí mismo me he encontrado tan sincero cristiano como en los brazos de mi madre, cuando ella me ponía, orgullosa, una larga túnica de tisú de plata con franjas de abalorios encamados y azules para ir por primera vez a recibir la gracia de la Eucaristía en la parroquia de San Marcelino.
Terminadas mis oraciones, miré al cuadro. Representaba a Santa Honorina, condenada a morir de hambre en un calabozo, pálida, desmelenada, palpitante, ofreciendo en sus facciones una mezcla de dolor humano y de resignación divina, pero tendiendo hacia mí sus brazos suplicantes, como implorando socorro. Sus ojos miraban y sus labios se movían en realidad ¡Qué conmovedora y sublime era!…
Sin embargo, lo que más me emocionó fue uno de esos parecidos —que los enamorados son tan aficionados a buscar—, un parecido punzante y mortal por la situación en que la santa estaba, con el retrato de Diana. Felizmente, esta maravillosa imagen era la obra maestra de Pordenone.
Sentí frío. Me hacía sufrir esa escena, viva como la realidad.
Me levanté y anduve a la ventura por la capilla, por la iglesia. La luz del día comenzaba a atravesar las vidrieras y temblaba en las paredes. Nadie se movía ni dentro ni fuera. El único ruido que turbaba el silencio de la nave era el de mis pasos al resonar sobre las losas. Quise ganar la puerta. Me apoyé, temblando de frío, en un baptisterio colocado a la entrada. Escuché, creí oír y oí unos gemidos, pero no sabía si venían de la capilla o del atrio; y por unos instantes creí otra vez que era la santa que lloraba de angustia y de hambre. Deseoso de librarme de esta idea, que oscurecía mi razón; franqueé de un salto los escalones. Los sollozos y gemidos me persiguieron en la calle, ya completamente iluminada por el sol. Me volví hacia la portada, adonde ya me había precedido mi fiel Puck, atraído, acariciante y consolador, por un sentimiento de compasión más que humano hacia todas partes donde oía quejas. Ya os he hablado de Puck. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com