Chiripi (fragmento)Juan Antonio de Zunzunegui
Chiripi (fragmento)

"El día que registró la casa a su nombre fue, para él, de fiesta. Sin embargo, ante el administrador y el sobrino, recató el gozo, sofrenándolo como un pecaminoso amor.
Fingía contrariedad que le viniesen con peticiones de aquella casa, mas nunca dejó de atenderlas.
Una noche en que el ventarrón metía lucha y movimiento en las calles, se vinieron abajo los tubos de hierro colado de las bajadas de los retretes y fregaderos que se adherían a la parte zaguera del edificio. Fue horrible el estrépito. Los vecinos salieron al aire libre creyendo se trataba de un temblor de tierra. Parte de los tabiques posteriores se derrumbaron. La casa permaneció como habiendo sufrido un corte vertical, dando el aspecto de un gigantesco hojaldre.
Cuando don Rafael se personó en el teatro de la catástrofe, los vecinos del barrio y numerosos trasnochadores comentaban pavorosos lo ocurrido. Ante el fundado temor de que el resto del edificio gozase de idéntica endeblez, los vecinos sacaron a la calle lo más perentorio de sus ajuares. Las campanas de Santiago tocaron tal que en un incendio. Hasta la luz del nuevo día apuntalaron de ligero lo que más inminentemente amenazaba desmoronarse.
Una blanda tristeza humedeció los ojos de don Rafael, Le atosigó un desconsuelo nervioso, que ponía prisa en los bomberos y carpinteros, que se afanaban por evitar la total pérdida del edificio. Diríase que aquellas paredes, tantas veces centenarias, encerraban el secreto de su vida; tal era la desolación de aquel hombre.
La casa estaba asegurada, mas ni esto lograba represar su sentimiento. Iba febril de una esquina a otra, dando órdenes entre las voces de la gente y el apresuramiento de los habitantes por poner sus muebles a salvo.
Un hombre de esos que en circunstancias apuradas surge siempre con aire de jefecillo, propuso vaciasen las habitaciones y dejasen demolerse el edificio.
Don Rafael le miró con un temblor de acero en los ojos. Se fue sin volver la cabeza. Le ocupó el alma una desesperanza rabiosa. Erró por la ciudad. De madrugada, volvió a tomar el pulso al enfermo. Giraban las puertas de las casas dando salida a algunos obreros. En un primer piso, un confitero abrió, de par en par, los balcones y se puso a torrar café. La calle se llenó de una fragancia ultramarina.
Frente al siniestro, dos obreros; el más vencido y encorvado le soltó, marchando, al otro, con un gesto de poca fe en lo que decía:
«Ya nos llegará a nosotros también nuestra hora... Lo que es, el día del reparto, el hijo de mi madre no vive en una de estas pocilgas».
Al día siguiente pudo medirse la amplitud del desmoronamiento. No fue tan vasto como en un principio se supuso; las paredes maestras continuaron firmes, sin desertar, sosteniendo graciosamente el mismo peso, sin solidarizarse en la huelga de los tabiques revoltosos... Fue el fracaso horrísono que produjeron los tubos de hierro colado los que espeluznaron el suceso. Levantaron rápidamente los tabiques, y las bajadas exteriores de tubos de hierro colado, viejas y antiestéticas, fueron sustituidas por un venaje interior de tubos de gres.
Don Rafael no reparó en gastos. Asegurada de antiguo la casa (antes de la guerra), la prima que cobró del seguro, dado el exageradísimo precio de los materiales, no alcanzó sino en un dieciocho o veinte por ciento de lo que le costó la restauración.
Quedó la casita, aderezada y garbosa, como nueva. La parte desgarrada pasó a sana y entera, y picó y repintó, saliendo de esta cirugía el edificio luciente y oliente. Algún inquilino supuso que este emperejilar la vivienda sería para justificar un empujoncito a las rentas, pero no fue así; continuaron como desde 1898. El alto precio que pagó por la finca, más los gastos de la recompostura, dejaron la casa no produciéndole más de uno y medio por ciento del capital; pero el verla así tan airosa después de esta cura, le producía un ameno frescor en el alma.
Pasado algún tiempo, las cocinas no tiraron bien, empenachando las chimeneas y produciendo en los vecinos falsas alarmas de incendio. Hubo que cambiarlas. Terminó la casita no produciendo casi interés. Más que se hubiese empeñado, hubiera seguido dándole cuanto exigía, como a un hijo dispendioso. El secreto de su debilidad por la casa nadie lo conocía. En los inquilinos era una manía el exigir reformas y arreglos. Todo lo encontraban mal; allí no se podía vivir. "



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