Amor intempestivo (fragmento)Rafael Reig
Amor intempestivo (fragmento)

"Mi primera novela la escribí bajo coacción. Al llegar a Boston no aparecieron en la cinta de equipajes mis dos maletas, en una de las cuales llevaba el borrador de algo que se titulaba La oscura gente. Desesperado, me tomé con Marta dos whiskys en el aeropuerto Logan y, sin mi equipaje, nos fuimos en taxi a Somerville, donde viviríamos todo el año ella y yo a cargo de la Spanish House, en el 125 de Powder House Blvd., cerca de la estación de metro de Davis. Era una casa de madera de tres plantas, con porche y jardín, y yo ocupaba una habitación en la planta baja, y Marta otra en la segunda; las demás habitaciones eran de estudiantes, todas chicas, que querían «vivir en un ambiente español», que era lo que debíamos proporcionarles nosotros, con obligaciones tan pintorescas como organizar cada jueves una Spanish Tertulia con su correspondiente tortilla de patatas y sus garrafas de vino Gallo californiano. Los primeros días no pude escribir por la ausencia de las maletas, y cuando llegaron tampoco, debido a la abundancia de mujeres jóvenes dispuestas a vivir experiencias españolas auténticas, así que tuve que recurrir al uso de la fuerza: me prohibí cada día tomar el primer whisky hasta que no hubiera acabado cinco folios. Me agencié en una yard-sale una Smith Corona (tuve que comprar por correo una tecla de la eñe) y me puse manos a la obra.
Quería resolver una duda: ¿me gustaba solo ser escritor o en realidad también me gustaba escribir? Para decidirlo, tenía que acabar la novela. Mientras tanto me matriculé en un curso de cine y en dos de literatura norteamericana, uno sobre el siglo XIX y otro sobre el siglo XX. Además cumplía con mis escasas obligaciones docentes los martes y jueves, enseñando el subjuntivo a estudiantes que seguían diciendo «me llamo es Charles» y «soy dieciocho años». Era la primera vez que vivía solo y además rodeado de chicas jóvenes y norteamericanas, así que me entregué a una actividad sexual variada y constante. Recuerdo a Eleanor, a Alice y a Mandy, entre otras, pero sobre todo a Marie Matin, la francesa que ocupaba el mismo puesto que yo en la French House.
En cuanto llegué empecé a salir con ella una o dos veces por semana, cuando no estaba con su novio. Nuestra relación era semejante a la que se mantiene con las zapatillas de andar por casa: era cómoda para los dos, abrigada, vacía de pasión o sobresaltos, y algo que con toda probabilidad ninguno prolongaríamos fuera de Boston. Marie estaba terminando una tesis sobre Boris Vian y tenía una engañosa apariencia de fragilidad. Era muy francesa, con pechos pequeños que cabrían en copas de champagne y el tan celebrado cul rebondi parisino. Le gustaba meterse en la bañera rodeada de velas encendidas, leer poesía (francesa) en voz alta y escuchar cuartetos de cuerda (por lo general de Mozart). Era rubia y pecosa, pedante y traviesa, y tenía treinta años, unos siete más que yo. Era la clase de mujer que podía presentarse en mi casa con solo las medias y un liguero bajo la gabardina, y tampoco era infrecuente que quisiera hacer algo en lugares públicos (una petite branlette en un ascensor, des gâteries en los columpios de los parques o un polvo de pie contra el estante PQ1 de la Wessell Library), aunque descubrí pronto que estas travesuras voluntariosas guardaban más relación con la imagen que se había propuesto exhibir (tal vez por cierto patriotismo chauviniste) que con sus deseos, que eran tan moderados como los míos o, como ya he dicho, igual de cómodos y razonables que las zapatillas viejas. Quizá por eso nos llevamos bien, aunque solo hasta que abandonamos el medio que había creado a nuestra pareja como mecanismo de adaptación. "



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