Diario del levantamiento de Varsovia (fragmento)Miron Bialoszewski
Diario del levantamiento de Varsovia (fragmento)

"Qué se le iba a hacer. Lo tiramos. Nos dio otra cosa. Puede que café con mendrugos. Comida líquida; la tomábamos en tarros de cristal. Al menos aquí en Miodowa. Me acuerdo bien. ¿Los encontramos en la calle de Rybaki o estaban aquí? Estoy seguro de que eran de colores. Verdes. Marrones. Quizá un poco deformados. Por el fuego. Eran unos tarros pequeños.
Esa era nuestra felicidad en Miodowa (llena de cenizas, porque nadábamos en cenizas, que se colaban a través del respiradero; cada vez que había una explosión caían además toneladas de hollín); pero duró poco porque en seguida empezaron a caer bombas, y ya no pararon.
Al principio no nos movíamos. ¿Adónde podíamos ir? Estábamos rodeados de ruinas. Teníamos un techo, y eso era todo. Las bombas podían darnos o no. Si nos daban, atravesarían el techo. No habría milagros. Así que estábamos sentados allí. En medio de los bombardeos. Por todas partes. Más cerca. Más lejos. En la calle de Długa. En Podwale. En Miodowa. Ni siquiera dejábamos de comer. Aprendimos a comer pasara lo que pasara. A no ser que las bombas cayesen muy cerca. En ese caso, nos agachábamos. Luego, los aviones se alejaban. La madre de Swen rezaba. Un día nos propuso rezar el rosario en voz alta. Aceptamos. Más tarde Lusia, Swen y yo buscamos algún entretenimiento. La madre de Swen, o quizá Lusia, tenía una baraja. ¿Fue a Lusia a quien se le ocurrió jugar al bridge? Jugamos los tres. Con Zbyszek. Zbyszek estaba sentado en el sillón, creo. Porque los sillones eran cómodos. Grandes. Y con el respaldo inclinado hacia atrás. Lusia no tenía ganas de levantarse del carrito. Estaba tumbada, la cabeza, las manos y parte de los pies le colgaban fuera del carro. Estaba contenta. Recuerdo que utilizábamos nuestras tablas para poner las cartas. No jugamos mucho. Porque en seguida llegaron los aviones. Interrumpimos el juego. Como si tal cosa. Los aviones se alejaron. Seguimos jugando. Pasaron de nuevo. Bombas. Otra vez nos tocó mirar el techo, por lo que pudiera pasar. Y después seguimos jugando.
Más tarde tuvimos que ir a por agua. Para la madre de Swen. Para cocinar. Para la tía. Para la señora Rymińska. Para lavarse. Para todo. Teníamos agua, pero había que traerla. Sólo había que ir con una jarra y una cubeta a la habitación oscura donde estaba la mujer con el herido, la de la cascada. Llené los recipientes en un segundo. Volví y me puse a hacer la colada. Tal cual. Primero mi camisa. No había jabón. ¡El jabón era algo inalcanzable en aquellas circunstancias! La camisa estaba negra. En seguida se me unió Celinka. También quería lavar su ropa. Creo que Swen estaba un poco sorprendido. Al vernos lavar la ropa. ¿O quizá se extrañó por la tarde? Porque lavamos la ropa más de una vez aquel día. Cada vez que caía una densa polvareda. O un montón de hollín. La ropa se secaba en diez minutos. Porque hacía calor. Es verdad, ese calor. Inaguantable. Creo que, siguiendo la tradición del levantamiento, llevábamos ropa de todo tipo; recuerdo que la mujer del herido llevaba únicamente una enagua. ¿A quién podía escandalizar? Al poco de llegar acordamos que utilizaríamos una habitación que estaba detrás de la nuestra para defecar. Porque salir al patio era arriesgado. También lo era salir a la escalera, al menos, a la parte superior. Pero salíamos a la escalera de todos modos. Porque no podíamos aguantar el calor. Por supuesto, teníamos agua. Podías mojarte. Pero también necesitabas aire. Cuando oscurecía, nos colocábamos en la escalera. En el tramo inferior hacía demasiado calor, igual que abajo del todo. Y los obuses caían hasta la mitad de la escalera. Lo pudimos comprobar. Así que nos sentábamos en los escalones centrales. Allí podías coger un trago de aire sin riesgo, fuera del alcance de la metralla.
Nos fuimos a dormir. Dormíamos sentados, cada uno en nuestro sillón o en el carrito, o tumbados en un abrigo extendido sobre un montón de escombros, como Lusia y Mareczek. O bien, como Swen y yo, en las tablas, con la ropa puesta (nunca nos cambiábamos de ropa). Es decir, en el mismo sitio que ocupábamos desde el principio, nada más llegar. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com