La suerte de Omensetter (fragmento)William H. Gass
La suerte de Omensetter (fragmento)

"¿Tal desprecio albergaba? Suspiró. Otro gesto. ¿Desprecio?, había bastante. Esto, sin embargo, le gustaría que se mantuviera: estos trozos de sombra; ¿era pedir demasiado? Se detuvo en seco pero su corazón continuó, notaba su esfuerzo. Aflojó su agarre del libro y con ternura se palpó el pecho. En cualquier momento, si lo deseaba (y lo deseaba siempre) podía llenar sus ojos de ella. ¿Era esta la clase de visiones que enviaban a los padres del desierto? Bueno, resultaban excesivas, excesivas para la mera mortalidad —esas figuras perversas en un cuadro del paraíso—. Ah, señora Pimber. Buenas. He hervido seis cubos de espiar por la ventana con seis tazas de azúcar y he enlatado tres cuartos de amor de solterón para calentarme este invierno. Tendría que durarme bastante si no se lo ofrezco a las visitas, es calorífico. Pero quizás Henry había en verdad escapado y a ella le hacía falta el consejo y el consuelo del clero. Chamlay había empezado a hablar de deber penoso, mala señal. Estaban preocupados, sin embargo algo los mantenía alejados, un hecho en sí mismo lo bastante singular ya que habitualmente habrían tenido los hocicos gachos igual que perros. Ahora daba la sensación de que habían esperado tanto como eran capaces. Por la mañana Knox y Chamlay habían venido a provocarle, a decirle cuál era su obligación por dios, y la esperanza que había oído en sus voces lo había hecho estremecer. Curtis estaba enfundado en su abrigo pese a que la hierba apenas si estaba rayada de escarcha. Mientras Knox hablaba, Chamlay se arrancaba piel muerta del labio y la echaba al vuelo desde la lengua. Quizás debería ir. Era, al fin y al cabo, el representante de todos. Lucía sus colores, ostentaba sus poderes, ejecutaba sus ritos. Consuelo para Tott. Aun así tenía miedo de que ella se limitara a hacer una pausa en su mecedora y que mientras murmuraba con aire pensativo inclinara la cabeza hacia el techo para calcular grosellas en cajas de cuarto y transformarlas en tarros de mermelada. Dadas las circunstancias él dudaba de su capacidad para soportar aquello. ¿De verdad era eso? Podría sugerirle quizás que pintara platos, era muy aficionada a decorar sillas.
Curtis, dijo, ¿qué andas tramando? Chamlay desvió la mirada por entre los árboles. Alguien tiene que ir allá, dijo quejumbroso, no ha dicho palabra y no ha ido a ver alma alguna. Eso tiene mucha gracia, lo sabes. Llevaba sombrero de pelo como el de un cazador. Cara fina y acalorada. Resuelta. Manchada. Knox de su brazo como de un bastón. Orgullo, sugirió Furber. Orgullo. Un riña doméstica. Protege sus sentimientos. Espera. Lo que ella finge no existe —para sus amigos tampoco debería existir, dijo él—. Para sus amigos. Hábil empellón que erraba. Todo erraba. Entonces vio la placa —condenado brillo de hojalata— y se le cayó el corazón. Ellos repitieron sus palabras —sus exigencias, de hecho—. Nada más importaba. Las repitieron. La ocasión como una mano que agarrar y estrechar. Las de ellos. La suya. Estrechar. Muy cierto, ella no se había quejado, aun así seguía en la casa, todas las persianas bajadas, la puerta atrancada, y Valient Hatstat decía que no hacía más que llamar y que era inútil. Por la noche, en la parte de atrás de la casa, decían los curiosos que veían una luz pasar tras las persianas o que oían el chirrido de la bomba de agua una o dos veces, y la puerta trasera cerrarse con fuerza. Varios, más crédulos, sostenían que a veces el granero se iluminaba, por toda la cara superior, al pasar la misma luz pálida. "



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