El caso de Betty Kane (fragmento)Josephine Tey
El caso de Betty Kane (fragmento)

"A las nueve y media comenzó a llegar el resto del personal, y Nevil estaba entre los primeros. Un cambio de rutina que sorprendió a Robert ya que, por lo general, Nevil era de los últimos en llegar y el último en sentarse a trabajar. Entraba con la mayor parsimonia, se quitaba el abrigo y la chaqueta, que dejaba cuidadosamente en la percha de su habitación del fondo del pasillo, se paseaba por todos los despachos para dar los buenos días, después entraba en la «sala de espera» para saludar a la señorita Tuff y, finalmente, se colaba en el despacho de Robert y comenzaba a curiosear entre las esotéricas publicaciones periódicas que su primo recibía mensualmente por correo mientras hacía interminables comentarios acerca del actual y deplorable estado de las cosas en Gran Bretaña. Robert había llegado a acostumbrarse a que fisgoneara entre su correspondencia del mismo modo en que uno acepta cualquier otra rutina inherente a su trabajo. Pero esa mañana Nevil llegó puntual a la oficina, se dirigió a sus exiguas dependencias, cerró la puerta y, si el constante abrir y cerrar de cajones era un indicador fiable, se puso a trabajar de inmediato.
La señorita Tuff apareció con su bloc de notas y su vestido rematado con el habitual cuello peter pan de un blanco deslumbrante y empezó entonces oficialmente para Robert su jornada de trabajo. Hacía veinte años que la señorita Tuff combinaba esos cuellos estilo peter pan con sus trajes oscuros, y hasta tal punto se había acostumbrado a verla de esa guisa que de lo contrario habría llegado a pensar que no iba vestida en absoluto, algo casi indecente. Cada mañana se ponía uno igualmente impecable, que había sido lavado y tendido a secar la noche anterior y almidonado y planchado justo al amanecer. El único día en que se saltaba la rutina era los domingos. Robert se había encontrado con la señorita Tuff un domingo por la mañana y a punto había estado de pasar a su lado sin saludarla porque llevaba puesto un jabot.
Robert trabajó hasta las diez y media, es decir, hasta que un inusitado apetito le recordó que ese día había desayunado demasiado temprano para conseguir aguantar hasta media mañana con una taza de té, como era su costumbre. Saldría y se tomaría un café y un bocadillo en el Rose & Crown. El mejor café de Milford era sin duda alguna el del Ana Bolena, pero siempre estaba repleto de amas de casa recién llegadas del mercado («¡Oh, qué alegría verte, querida!», «Te extrañamos tanto en la fiesta de Ronnie», «Y por cierto, ¿no te has enterado de…?»), algo que no estaba dispuesto a soportar ni por todo el café recién llegado de Brasil. Iría, pues, al Rose & Crown, en la acera de enfrente, y a continuación compraría algunas cosas para reponer la despensa de La Hacienda. Después de comer les haría una visita para contarles de primera mano las malas noticias cortesía del Watchman. No podía hacerlo por teléfono ya que la línea seguía cortada. La cristalería con la que se había puesto en contacto en Larborough había acudido sin demora con sus escaleras y sus flamantes láminas de vidrio para reparar las ventanas. Por supuesto, se trataba de una empresa privada. La Oficina de Correos, sin embargo, siendo un departamento gubernamental, se lo había tomado con más calma y haría las reparaciones, como solía ocurrir, a su debido tiempo. De modo que Robert decidió pasar parte de la tarde poniendo al día a las Sharpe sobre los acontecimientos más recientes.
Aún era temprano para el refrigerio de media mañana y la cretona y el roble del desierto salón del Rose & Crown tenían un aspecto aún más desolado de lo habitual. El único cliente era Ben Carley, que estaba sentado en una mesa junto a los ventanales leyendo el Ack-Emma. Carley nunca había sido santo de la devoción de Robert. Del mismo modo, suponía que tampoco él lo sería para Ben. Sin embargo, a ambos los unían los lazos de su profesión (sin duda uno de los nexos más fuertes que pueden ligar a los seres humanos), y un lugar tan pequeño como Milford había hecho de ellos con el tiempo poco menos que amigos íntimos. De manera que Robert se sentó, pues no podía haber sido de otro modo, en la mesa de Carley, recordando mientras lo hacía la gratitud que aún le debía por aquella desinteresada advertencia suya acerca del sentimiento predominante con respecto a sus clientes por aquellos pagos.
Carley dejó el Ack-Emma sobre la mesa y lo miró con aquellos ojos suyos, oscuros y vivaces, tan raros de encontrar en aquellas serenas regiones del interior de Inglaterra. "



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