Manual de despedidas (fragmento)Jana Benová
Manual de despedidas (fragmento)

"Ian iba caminando hacia el muelle. A lo lejos reconoció la espalda de Rebeka. Estaba de pie, pegada al muro de contención. Miraba fijamente la superficie del río. Formaba una línea continua. Rebeka inspiró profundamente, como si junto con el húmedo aire nocturno quisiera absorber también el huso horario del muelle. El tiempo allí fluía de forma distinta a como lo hacía en las canchas de tenis, de forma distinta a como lo hacía para la gente en los coches: tenía un tempo distinto al del hospital sobre el río. Allí las manecillas del reloj se mueven como la aguja imantada de una brújula. Inmóvil durante años, gira sin descanso. Ian y Rebeka se saludaron con una cabezada, Ian siguió caminando. Se movía despacio. Parecía como si guardara en el interior de su cuerpo el alineamiento de astros adecuado, único pero enormemente frágil, y no quisiera que se tambaleara. Que se mezclaran las imágenes. Tenía una respiración poco profunda, evitaba el esfuerzo, la cuesta arriba, los movimientos bruscos. Como si en el vientre residiera su destino. «Pelotitas de ping-pong numeradas que no deben moverse de su sitio ni chocar entre sí», pensó Rebeka acerca de las entrañas de Ian.
Kalisto Tanzi se arrodilló ante Elza y le besó los pantalones. Ella observaba la coronilla de aquel hombre al que le agradaban las telas. Adoraba a las mujeres vestidas. Pasaron meses enteros sentados en el coche. Hundían sus rostros en el jersey y el cabello del otro. Kalisto, de hecho, nunca quiso ir a un piso, a una cama.
La primera vez se quedaron totalmente desnudos. Kalisto Tanzi dijo: –Estoy de maravilla. No me hace falta nada más en el mundo.
Ella sabía que la cosa no pintaba bien. Resultaba encantador ver cómo se tumbaba desnudo boca arriba, colocando las piernas exactamente en la misma posición que los bebés cuando les cambian los pañales. Una posición sin salida. A pesar de ello, durante un rato Elza recorrió con empeño el blanco cuerpo del minotauro. Y no encontró nada de lo que ansiaba.
Le acarició la espalda. Despacio, con ternura. Más con asombro que con amor. El asombro de haber amado una vez precisamente aquel cuerpo hasta el punto de aguantar horas de pie en la nieve, en un aparcamiento, esperándolo. De haber pasado por su causa el invierno y el verano como alma en pena, haber metido la cara en el barro del jardín.
En el coche Kalisto Tanzi recuperó el equilibrio perdido. Dejaba el motor encendido incluso en el parking. Mientras fumaba, reflexionaba en voz alta acerca de por qué en los últimos años el nivel de la pareja de cómicos Lasica y Satinský tendía a la baja y si ya actuaban con desgana y sólo por dinero.
ELZA. El parabrisas reventó y salió volando en mil pedazos al encuentro de nuestras caras. Estalló además otra ventanilla. A continuación Ian se apartó del coche y canto&baile se fue alejando poco a poco.
Precisamente eso era lo que por aquel entonces me generaba mayor confusión y horror: un horror cósmico, infinito, sideral. La idea de que todo acabaría de tal manera que Kalisto Tanzi y yo estaríamos cogidos de la mano en el coche, hablando, y, de repente, no quedaría de él más que una pierna, un brazo, y le vería las tripas. Y ahora no sé si sería más espantoso el hecho de que ya no existiera o aquello en lo que se había convertido. Todos aquellos conductos enmarañados, redes de ingeniería, blandos y flexibles como viscosos tubos de aspiradora, cañerías de las partes más repulsivas de los edificios, en destartalados sótanos de hospital, aquellos por los que dejé de fumar: se podían oler los cigarrillos que iban a fumarse allí a escondidas las mujeres embarazadas y los ancianos moribundos. Apestaban como a sangre: a metal. "



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