La tara del Papa (fragmento)Gustavo Alvarez Gardeazábal
La tara del Papa (fragmento)

"En esas horas no supe que viví, con el tiempo he entendido que mi vida se tornaba exigente de una satisfacción y que mi espíritu se valió de la estatura para ampararse de los malestares y regocijos entendidos un poco desordenadamente por mis órganos genitales. El escándalo era mayúsculo, en el carro de Alfonso Amézquita iba Ruth Gardeazábal engalanada en etamina morada con balaca coronita y flores a montón. La seguía el destartalado carrito de su padre, todo azul y nada claro, que con bocina y gritos repartía la estridencia de la gente bien. Luego tres, cuatro o más coches de caballo en los que hasta Ramona Uribe se encaramó sin recato obviando su mal genio eterno. Todo era pitos y serpentinas, vueltas una y otra vez al parque, revuelo de campanas, cascabeles, gritos de ira contenida, roces buscados inescrupulosamente y detrás, en medio de una guardia blanca, respirando alivio, Luz, la candidata del pueblo, de blanco, sin derramar una flor, inundando de sonrisas con su simpatía, mirando el murmullo que se pretujaba vuelto gente contra el blanco de sus uniformados y delante y detrás, de un lado y a otro, una turba dispuesta a pagar con gritos la falta de dinero para ganar el certamen que cubriría los gastos de la planta que mi padre inauguraría esa noche. El escándalo seguía siendo mayúsculo. Estaba con Felipe, un pariente lejano de mi abuelo Lozano que acababa de llegar de Europa con sus trajes justos, su corbata brillante, su manera de mirar como atajando estornudos, dispuesto a cubrir la información de los carnavales para su revista, escondiendo sus veinticinco con la misma facilidad con que disimulaba la calvicie galopante entre un par de patillas enmohecidas. Me miró con tanta ternura, me insinuó tantas cosas que hubiese querido que alguna vez me las insinuara mi madre, que todo de allí en adelante copó mi fantasía y superó los dos o tres dedos de menor estatura que yo poseía. No sabía qué hacer, tampoco me lo dijo. Obedecía a sus impulsos y a sus miradas penetrantes. Busqué la pieza de Donaldo, guardé el temor en uno de tantos cachivaches que allá tenían y si volvió a renacer después de un beso prolongado fue porque al verme desnudo le dio por preguntar mi edad. Nunca pude olvidar ese momento, afuera un bullicio de carnaval, todos en la calle esperando el instante en que mi padre encendiera el rodaje de la planta y se elevara por los aires la memoria de Agobardo, el pionero de las tinieblas. Dentro de mí un correr de felicidad y un deseo de que me enseñen más, de que esos ojos coparan nuevamente mi vida, de que pudiera ampararme alguna vez en mis quimeras, de que huyese sin temor como buen Uribe, de que fuese feliz. Pero la hora llegó, el bullicio se acercó y las oscuras tardes de mi pueblo se alumbraron sin dolor, pero con espanto desde los postes de comino verde que Tomás Lozano había mandado colocar por toda la calle Sarmiento. Allá estaba Luz en el carro de don Jesús cuando salí de la casa acompañado de Felipe. Sonreía con la misma facilidad de antes y no tuve más remedio que imitarla mientras recordaba el sabor ácido de la boca de Felipe y escuchaba ese ay quejumbroso que le brotó de toda parte y que todavía parecía retumbar dentro de las sólidas estructuras de las casas del pueblo cuando mi padre, sombrero en mano, Ramona a la derecha, el cura Rafael a la izquierda, apretó ante la mirada de Teodomiro, el ingeniero constructor, el botón que dotó por una sola hora de luz a Tuluá. "


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