La declaración de George Silverman (fragmento)Charles Dickens
La declaración de George Silverman (fragmento)

"Después de aquello, ambos propusieron que asistiera a la congregación una vez más antes de mi marcha definitiva. A qué se sometería mi tímida reserva al ser sermoneada y objeto de oración expresamente ya lo sabía de antemano. Pero consideré que sería por última vez, y que podría sumarse al peso de mi carta. Era bien conocido por los hermanos y las hermanas que no había un sitio reservado para mí en su paraíso, y si yo mostraba esta última señal de deferencia hacía el hermano Hawkyard de modo ostensible, a pesar de mis pecadoras inclinaciones podría acudir a socorrer un poco mi declaración de que él se había portado bien conmigo, y de que yo le estaba agradecido. Tras convenir que no realizarían ningún esfuerzo explícito para convertirme (lo cual implicaría los revolcones de varios hermanos y hermanas por el suelo, manifestando que sentían todos sus pecados amontonados en el costado izquierdo, pesando tantas o tantas otras libras, como sabía por lo que había visto de aquellos repugnantes misterios), lo prometí.
Desde la lectura de mi carta, el hermano Gimblet había estado limpiándose un ojo con el borde de su pañuelo a intervalos mientras sonreía para sí. Sin embargo, aquello era ya un hábito del hermano Gimblet: sonreír de una manera desagradable incluso al predicar. Me viene a la memoria como algo extraordinariamente repulsivo el gruñido de placer con el que solía detallar desde el estrado los tormentos reservados a los inicuos (es decir, toda la creación humana, a excepción de aquella hermandad).
Dejé a los dos que arreglaran las cláusulas de su sociedad y contaran el dinero, y no volví a verlos hasta el domingo siguiente. El hermano Hawkyard murió dos o tres años después, legando todo lo que poseía al hermano Gimblet, en virtud de un testamento fechado (según me han dicho) aquel mismo día.
Ahora estaba en paz conmigo mismo, sabiendo que había vencido mi propio recelo y que reparaba el buen nombre del hermano Hawkyard frente a la visión llena de prejuicios de un rival. Llegó el domingo y fui a aquella tosca capilla en un estado menos sensible del habitual. ¿Cómo podría yo prever que el delicado, quizás enfermo, rincón de mi cerebro que me hacía estremecer y encogerme cuando lo tocaban, o cuando apenas se acercaba alguien a él, iba a ser manoseado como tema de toda la ceremonia?
En esta ocasión se le encomendó al hermano Hawkyard la oración, y al hermano Gimblet el sermón. La oración abriría la ceremonia, el sermón vendría después. Ambos, los hermanos Hawkyard y Gimblet, estaban en el estrado: el hermano Hawkyard de rodillas delante del altar, a disgusto pero listo para rezar; el hermano Gimblet, sentado y pegado a la pared, sonriente y listo para predicar. "



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