Autobiografía sin vida (fragmento)Félix de Azúa
Autobiografía sin vida (fragmento)

"Varios hombres sentados a una mesa están jugando a las cartas. Chupan distraídamente sus pipas de espuma de mar y sueltan caprichosas nubecillas. Tienen entre las manos esos naipes mil veces usados que se pegan a los dedos, pero es justamente esta cualidad doméstica lo que hace que tarden mucho en cambiar de baraja. Los naipes nuevos resbalan suavemente los unos sobre los otros, se deslizan limpios y rectos cuando se abaten sobre la mesa, son duros y fríos. En consecuencia, sólo pueden ser plenamente aceptados cuando, al cabo de los meses, vuelven a tener esa cualidad húmeda, combada, cálida que comparten con el morro de los perdigueros apiñados y ateridos de frío en el patio de la taberna, cuyos leves gemidos llegan a veces hasta la mesa de juego. Entonces algún jugador musita un nombre en susurros, «Momo» o bien «Dana», como si su perro pudiera oírle a esa distancia y es el caso que, en efecto, uno de los canes calla, da dos vueltas sobre sí mismo y se tumba a dormir enroscado sobre el frío suelo.
En otra mesa cercana, dos hombres y una mujer beben vino ligeramente turbio en sendos vasos muy altos, conos de vidrio que reflejan el cuadrante de una lucerna. No hablan, sólo se miran de vez en cuando y comparten una sonrisa, un cabeceo, un alzamiento de cejas. Sobre la mesa de madera rayada por el uso hay restos de nuez. Uno de los hombres ha debido de cascarlas con la empuñadura del cuchillo que puede verse a la derecha, junto a la mano de la muchacha, una mano pequeña y mórbida que queda al final de un brazo blanco, carnoso, desnudo como sus hombros y su cuello, a pesar de ser invierno. Es una moza de las que allí llaman «de cuerpo de oca», apenas adolescente pero ya con el aire rotundo de la matrona que será dentro de escasos años. La ropa es casi lujosa, aunque no tanto como los calzones, el jubón y las botas anchas del hombre del puñal.
De pronto, para nuestra estupefacción, los naipes vuelan de las manos de los jugadores y se fijan en un cuadro que cuelga del Museo Nacional de Ámsterdam. Lo mismo sucede con los perdigueros cuya figura, el pelo corto y suave, el rabo que fatiga la tierra, las orejas colgantes, se trasladan y quedan fijos en otra tela contigua. Y lo más asombroso, igual sucede con la sonrisa que el caballero del puñal ha cruzado hace un instante con la atractiva muchacha de los hombros desnudos. Allí está la sonrisa, tan efímera, tan atada a un instante casi inexistente, una chispa de entendimiento entre hombre y mujer, paralizada por los siglos de los siglos en un cuadro de museo. Es tiempo de paralizar lo más efímero y Rembrandt lo intentará asomándose velozmente a un espejo y poniendo un gesto de asombro, como si acabara de tropezar consigo mismo. "



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