La vida mentirosa de los adultos (fragmento)Elena Ferrante
La vida mentirosa de los adultos (fragmento)

"Regresó poco después con dos bandejas enormes repletas de pastas de almendra veteadas de azul y rosa, cada una de ellas rematada con un confitito plateado. Los feligreses se las disputaron, a mí me bastó con probar una para hastiarme, se me había cerrado el estómago, notaba el corazón en la garganta. Mientras tanto, don Giacomo trajo un acordeón, lo sostenía con ambos brazos como si fuera un niño blanco y rojo. Pensé que sabría tocar, pero se lo entregó con cierta torpeza a Vittoria, que lo cogió sin protestar —¿sería el mismo que había visto en un rincón de su casa?—, se sentó muy enfurruñada en una sillita y tocó con los ojos cerrados haciendo muecas.
Angela se me acercó por detrás y dijo muy alegre: Mira a tu tía, es feísima. En ese momento era verdad, mientras tocaba Vittoria torcía el gesto como una diabla, y aunque lo hacía bien y los feligreses la aplaudían, el espectáculo producía repulsión. Movía los hombros, fruncía los labios, arrugaba la frente, echaba atrás el tronco de tal modo que daba la impresión de tenerlo más largo que las piernas, abiertas como no hay que tenerlas. Por suerte, en un momento dado, un hombre de pelo canoso la reemplazó y se puso a tocar. Aun así, mi tía no se calmó, fue donde estaba Tonino, lo agarró de un brazo y, arrebatándoselo a Angela, lo obligó a bailar. Ahora parecía alegre, pero quizá no fuera más que el exceso de ferocidad que llevaba en el cuerpo y quería desahogarse con el baile. Al verla, los demás también bailaron, viejos y jóvenes, incluso don Giacomo. Yo cerré los ojos para borrarlo todo. Me sentí abandonada y por primera vez en mi vida, en contra de toda la educación recibida, intenté rezar. Dios, dije, Dios, por favor, si de veras lo puedes todo, haz que mi tía no le diga nada a mi padre, y cerré los ojos con mucha fuerza, como si apretar así los párpados sirviese para concentrar en la oración la fuerza suficiente y lanzarla hasta el Señor en el reino de los cielos. Después recé también para que mi tía dejara de bailar y nos llevara a tiempo a casa de Costanza, oración que fue milagrosamente atendida. Sorprendentemente, a pesar de las pastas, la música, los cantos, los bailes interminables, salimos a tiempo, dejamos a nuestra espalda la brumosa Zona Industrial y llegamos muy puntuales al Vomero, a via Cimarosa, delante de la casa de Angela e Ida.
Costanza también fue puntual, apareció con un vestido aún más bonito que el de la mañana. Vittoria bajó del Cinquecento, le entregó a Angela e Ida y la alabó de nuevo, de nuevo admiró todo su atuendo. Admiró el vestido, el peinado, el collar, la pulsera, que tocó, acarició casi, preguntándome: ¿Te gusta, Gianni?
A mí me pareció todo el rato que le hacía esos elogios para ridiculizarla aún más que por la mañana. La sintonía entre nosotras debió de haber alcanzado un punto tal que tuve la sensación de oír en la cabeza, con una energía destructiva, su voz pérfida, sus palabras procaces: Para qué te sirve arreglarte tanto, cabrona, si después tu marido va y se folla a la mamá de mi sobrina Giannina, ja, ja, ja. Por eso volví a rezarle a Dios nuestro Señor, en especial cuando Vittoria se subió al coche y nos fuimos. Recé durante todo el trayecto hasta San Giacomo dei Capri, un viaje interminable en el cual Vittoria no pronunció una sola palabra y yo no me atreví a pedirle de nuevo: No le digas nada a mi padre, te lo suplico; si quieres hacer algo por mí, échaselo en cara a mi madre, pero con mi padre mantén el secreto. Le supliqué a Dios, aunque no existiera: Dios, haz que Vittoria no me diga: Subo contigo, tengo que hablar con tu padre. "



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