A su imagen (fragmento)Jérôme Ferrari
A su imagen (fragmento)

"Los conoce a todos, es cierto, ha vivido con ellos, ha bautizado a los más jóvenes, ha casado a Lætitia O. con el pedazo de animal de Xavier S., que se enjuga ostensiblemente la frente resoplando como una bestia en su abrevadero, incluso ha oído a muchos en confesión, en la que se cuidaban de revelarle sus auténticos pecados precisamente porque ellos también lo conocían a él, demasiado bien, y pasaban vergüenza delante de él, de modo que se acusaban profusamente de faltas precisas pero menores y abstractas, y no solo abstractas sino completamente imaginarias, como él mismo había hecho antes de su primera comunión, cuando lo habían obligado a confesarse con el viejo cura que lo había visto crecer, al que hipócritamente había recitado con un tono contrito de tartufo, antes incluso de recibir la hostia, una lista de pecados extraída palabra por palabra de una guía preparatoria para niños, no he rezado mis oraciones nocturnas, me he peleado con mis hermanos, he consentido malos pensamientos hacia mis padres, cuidándose de evocar la insoportable concupiscencia que le retorcía el vientre y lo precipitaba a la agonía compulsiva de la masturbación o la dulce voluptuosidad que experimentaba al maldecir en cualquier situación y moler a palos a sus compañeros de clase. Los muchos años de contacto con quienes le resultaban tan cercanos desde hacía tanto tiempo habían terminado por persuadirlo de que el sacramento de la confesión debía ser inevitablemente mancillado por la mentira, hasta que se instaló en el continente, entre feligreses que no lo conocían y se le confesaban con una franqueza que él en ocasiones juzgaba excesiva y que le resultaba penosa, hasta el punto de que a veces soñaba con los encantos de la vida monástica. Si el amor al prójimo fuera cosa fácil, bien lo sabe él, Jesucristo no se habría tomado la molestia de convertirlo en el primero de los deberes. El padrino de Antonia se esforzaba constantemente por dominar su voluntad mediante la oración para practicar lo mejor posible el amor a un prójimo cuya voz cuchicheante dibujaba en la sombra el cuadro repugnante de la bajeza humana, las ambiciones, los celos mediocres, la mezquindad, la avaricia, el goce y los deseos sórdidos, la humedad de los pequeños delitos cotidianos, el pecado sin brillo como el ojo muerto de la serpiente. Sentado en el confesionario, le parecía chapotear en una cloaca. Todos los meses, un anciano le confesaba que espiaba la salida del baño de una sobrina que pasaba muchos fines de semana en su casa para no abandonarlo en su soledad. El ojo oscurecido por la catarata seguía el curso de las gotas de agua que resbalaban por el cuerpo de la joven envuelta en una toalla de rizo, acechando el momento en que la caída de la toalla revelaría quizá la desnudez húmeda que cien veces él había acariciado en la intimidad perversa de sus sueños, perdóneme, padre, si supiera cómo me arrepiento, todos los meses recibía, además de la absolución, vigorosas exhortaciones a reformar su conducta, pero al mes siguiente volvía, enriqueciendo el relato con un detalle suplementario, evidentemente innoble, la recogida de vello púbico en el plato de ducha, un agujero abierto con taladro en la puerta, a tal extremo que el padrino de Antonia acabó por pensar que nada de todo aquello era cierto y que al hombre le procuraba placer elaborar el relato fantástico de un pecado que no se atrevía a cometer, hasta el punto de acusarse de él, de tal modo que, a través de la escucha atenta, el cura se hacía cómplice a su pesar de un doble sacrilegio y además alentaba la reincidencia. "


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