Nuestros inesperados hermanos (fragmento)Amin Maalouf
Nuestros inesperados hermanos (fragmento)

"Hoy al mediodía me sabía la boca a ceniza. Esta noche me sabe a mazapán y a flor de azahar. No es que mis temores se hayan volado, ni en lo referente a los vecinos de este archipiélago ni por lo que respecta al resto de la humanidad: pero estoy de un humor despreocupado. De todas formas, el porvenir es portador de muerte, el pasado también, solo el instante presente es portador de vida, igual que una uva lo es del sol y de la embriaguez. ¿Pues no estoy empezando a escribir como mi vecina novelista? Me estoy yendo por las ramas... Debería ceñirme estrictamente a los hechos. ¡Bastante dramáticos son ya para dispensarme de dramatizar! ¡Bastante espectaculares son ya para dispensarme de alardes estilísticos, de metáforas frutales y también de florituras! A eso del mediodía, pues, me estaba encaminando hacia Puerto Atlántico, pese a los toques de alerta del ayuntamiento, para hacer unas compras. No me quedaba más remedio que almacenar unas cuantas provisiones, tanto de productos frescos como en conserva, por si la situación se seguía agravando los días y las semanas siguientes. Había alcanzado la mitad del «Paso» cuando me llegó una serie de voces destempladas. En este enclave, suspendido entre el mar y la tierra, en el que el más humilde ciclista accede a la categoría de funámbulo, todos los ruidos parecen fuera de lugar menos las risas de las gaviotas y la sirena de niebla. Al acercarme a la otra orilla, divisé brazos en alto, cabezas, palos y pancartas. No puse gran empeño en enterarme de las palabras pintadas en rojo para no desviarme del camino. Me daba la impresión de que, si resbalaba en los adoquines y me caía al mar, nadie vendría a socorrerme. ¿Cuántos eran en esa manifestación? Unos sesenta como mucho. Pero en este mes de noviembre, en el archipiélago, y gracias al efecto de las voces clamorosas, parecían una muchedumbre. Su diana era la casa del batelero. Mentiría si dijera que me cogió por sorpresa. Se veía venir desde que los militares de Fuerte Quirón habían detenido a Agamenón y él se había liberado de la forma que ya sabemos. Aunque no tenga nada que ver en ese incidente tan raro, no puedo por menos de notar una punzada de culpabilidad por ese hombre que sigue siendo amigo mío. ¡Nunca debería haberles confirmado a mis visitantes de anteayer, ni siquiera de forma indirecta, su verdadera identidad! Sin acercarme demasiado, me puse a observar a esa gente que se afanaba en destrozar puertas y cristales, que saqueaba el huerto, que tiraba los muebles por las ventanas para ganarse un aplauso, que rompía las bombillas y arrancaba los cables eléctricos. A decir verdad, más que reprobarlos, los compadecía. Estamos pasando todos, desde hace diez días, por una prueba tanto más extenuante cuanto que, en lo esencial, sigue sin haber quien la entienda. Y, de pronto, ¡un culpable! ¡No un incierto sospechoso, sino un culpable de verdad, un culpable probado, uno de «esos», el único visto hasta ahora, el único quizá a al que se verá jamás! Me hallaba en ese punto de mis consideraciones indulgentes cuando se me pasó por la cabeza una duda. Me acerqué a una buena señora, una mirona que pasaba por allí, como yo, para comprobar algo, nunca se sabe. —¿El batelero estaba en casa? —¡No! ¡Si hubiera estado, le habrían dado una buena! Era cuanto quería saber. Que mi amistad con Agamenón esté pasando por un momento de frialdad no quiere decir que me desentienda de lo que le pase. Sabiendo que estaba a salvo, podía irme tranquilo. Pero, dadas las circunstancias, ya no me apetecía ir al mercado, tenía prisa por marcharme por donde había venido, prisa por alejarme de ese gentío y de todos los gentíos, prisa por volver a la serenidad de mi diminuto islote, del otro lado del «Paso». No sabía, sin embargo, si desaparecer cuanto antes. Unas cuantas personas llevaban un rato mirándome con insistencia y no quería darles la impresión de que salía huyendo. Para parecer despreocupado, empecé a charlar de todo un poco con la persona que tenía más cerca, alternando las sonrisas de complicidad con las muecas de sabio viejo. Mientras tanto, el tono de las vociferaciones había ido subiendo. Los manifestantes más diligentes acababan de prender fuego a la pobre casa. Ardió en pocos segundos, como si la hubieran rociado con gasolina. Se iba extendiendo un humo negro. Yo seguía sin moverme. "


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