La mujer pintarrajeada (fragmento)Françoise Sagan
La mujer pintarrajeada (fragmento)

"Hubo algunas exclamaciones aprobadoras, pero menos que silencios... En general, los pasajeros del Narcissus, habida cuenta de su edad, no tenían mucho interés en desnudarse. Sólo Andréas, embriagado por aquel mar azul, y Julien, que no amaba la natación, ni el tenis ni ningún deporte, excepto las carreras de caballos, pero que se entusiasmaba ante toda escapada de aquel barco, ante toda posibilidad de verse de nuevo con Clarisse, aplaudieron ruidosamente, mientras que Eric hacía un signo de aprobación con la cabeza. La Doriacci, Edma y Clarisse no se movieron, aunque por razones diferentes. Las dos primeras, por preocupaciones estéticas; Clarisse porque, desde que Eric estaba sentado junto a ella, volvía a tener miedo de todo: de un baño en el Mediterráneo, de tomar una copa con Julien en el bar y de provocar las sonrisas cómplices de los demás pasajeros. Clarisse volvía a tener miedo de amar a Julien, o a quienquiera que fuese. Descubrió que tenía una jaqueca repentina y se fue en busca de refugio al camarote.
Todo denunciaba allí la presencia de Eric: sus chaquetas, sus papeles, sus periódicos, sus cuadernillos, sus zapatos; y no había nada que le recordase a Julien, del que ya conocía sus camisas arrugadas y sus zapatos mal embetunados. Y de pronto sintió tan violenta nostalgia de aquellas prendas varoniles y mal cuidadas como de su cuerpo. Tendría que haber desembarcado en Siracusa y suspender allí el crucero y olvidar a Julien. Pero aunque hubiese sido capaz de realizar los dos primeros proyectos, no se sintió tan segura de llevar a cabo el tercero. Sabía muy bien que, al renunciar a aquella huida en el instante en que la imaginó, no fue la cólera y los reproches de Eric sobre su versatilidad lo que más temió. No salió ni para la cena ni para el concierto, y pasó la noche entre estas dos hipótesis: desembarcar en Siracusa o amar a Julien, optando hora tras hora por una o por otra, hasta que se durmió a las siete de la mañana, agotada, pero feliz al pensar que aquel agotamiento le impediría, al menos, hacer su elección y, en consecuencia, sus maletas.
Julien no se había engañado sobre la agresividad de Eric Lethuillier: era bien cierto que éste le odiaba ya, con un odio instintivo, superior al que sentía por Andréas y, sobre todo, por Simon Béjard. Naturalmente, Eric tenía algunas ideas sobre las mujeres, unas ideas totalmente primarias y pasadas de moda... Si se pensaba en la libertad que el Forum exigía para aquellas mismas mujeres. El mal gusto o el bueno tal vez no eran criterios cuando se trataba de los gustos sexuales de una mujer (aunque él tuviera que creer por fuerza que Clarisse se había vuelto fría en amor —casi frígida—, pese a que le había conocido antes un temperamento muy distinto). Pero de todos modos no le parecía posible que fuese Simon Béjard el aludido por Olga aquella misma tarde.
Olga le había citado en el bar de primera clase, en donde su llegada no fue muy bien vista, como si una diferencia de treinta mil francos pudiera crear una especie de Harlem y transformarles, a Olga y a él, en blancos indeseables. Pero Olga no pareció preocuparse lo más mínimo por los demás pasajeros. Le recibió con unas demostraciones tan evidentes de su pasión que Eric acabó alegrándose de haberse escondido allí: la mímica de Olga probablemente habría parecido forzada a los perspicaces ojos de Charley o de los demás, casi tanto como su aceptación por él, por Eric Lethuillier. Le dejó desplegar su táctica y emplear todos sus atractivos con una indiferencia que iba más allá del desprecio y que tendió a la exasperación cuando ella le susurró, sonriendo, como por azar, la breve frase que le iba a estropear el día. Aquella breve frase apareció en uno de los rodeos de un monólogo de Olga en el que ésta se sintió inquieta de pronto por los sentimientos de Clarisse. Incluso pretendió no querer ser la causa de los pesares de ésta («un poco tarde», le pareció a Eric). E insistió tanto sobre ello que, cuando le preguntó si Clarisse no estaba nada celosa de él y de sus descarríos amorosos, Eric le respondió enseguida, para eliminar aquel tema, que Clarisse y él hacía ya mucho tiempo que no se querían, que ella, probablemente, no le había querido nunca —al contrario que él—, porque Clarisse era indiferente, casi hasta un grado esquizofrénico, a todos los demás, incluido él mismo, Eric. "



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