La muerte de Napoleón (fragmento)Simon Leys
La muerte de Napoleón (fragmento)

"Para quienes se niegan a doblar la cerviz, la venta de calabazas no es un negocio con el que pueda vivir una persona, sobre todo en tiempos de miseria como éstos. Y más cuando, para serle franco, los negocios no eran lo suyo. Y luego se debía a su misión, pues, como decía, la política lo era todo para él, y también para sus amigos. Voy a presentárselos para que los conozca: el oficial médico Lambert-Laruelle, el sargento de caballería Maurice y los otros. Están siempre en el café Les Trois Boules. Si les viera, pensaría que se trata de rentistas echando la partida. En confianza, le digo yo que conspiraban. Pero yo soy mujer, mujer de soldado, y sé estar en mi sitio; Truchaut no era hablador, y yo no era la persona más adecuada para tirarle de la lengua. Cuando volvía de Les Trois Boules con aire de preocupación, no me habría atrevido ni siquiera a hablarle del negocio y a fastidiarle con mis preocupaciones de fin de mes, de vencimientos y todo lo demás. Pero Dios sabe que ciertos días me habría supuesto un gran alivio desahogar mi corazón y contarle que el negocio no marchaba. Pues, como puede ver, soy la única que se ocupa de él. Un pequeño comercio que empecé de la nada. Tengo unos primos que son agricultores en Aviñón; mandan su fruta a París y tratan de venderla donde se pueda. En principio, esto debería funcionar, pero ¿qué quiere usted?, estoy yo sola para llevar toda la tienda, no tenía experiencia alguna, y no me bastaba por mí sola, sin contar los embarazos y todo lo demás. Truchaut no estaba por la labor de hacer de tendero, era un hombre dotado, tenía ideas, era un pensador, un político si usted quiere. ¡Y qué orador! Hubiera tenido que oírlo a veces; por la noche, cuando yo disponía de tiempo, me pasaba a buscarle a Les Trois Boules. ¡Hubiera tenido que oírlo, hubiera tenido que verlo! ¡Ah, qué hermoso era aquello! Ten cuidado, Truchaut, le decían, no hables tan alto, cállate, ya es suficiente, pues a veces había soplones, y le decían que cerrase el pico, pero al mismo tiempo querían seguir oyéndole, y, por otra parte, él no se dejaba intimidar. ¡Callarse! ¡Ja, bueno era él! Intrépido como era, gritaba más fuerte, y la gente se quedaba a escucharle, le habrían escuchado toda la noche. Pero después de esto, cuando volvía a casa, ¿iba yo a hablarle encima de calabazas? ¡No me habría atrevido ni podido, era superior a mis fuerzas! Por más que me dijera de esta vez no pasa, que tenía que hablarle de la factura de los Bongrain y de la mercancía que se había estropeado por el camino…; era imposible, pues ese hombre, como le digo, tenía una misión. Por desgracia está muerto, y sus camaradas ya no son jóvenes, ni tenían, por otra parte, la misma vitalidad que mi Truchaut, y cuando él nos dejó ellos se quedaron abatidos; mi negocio está prácticamente en la ruina y el Emperador sigue en su maldita isla, ¡ay, pobre de mí! Pero no por ello la tierra dejará de girar sobre sí misma. ¡Y tú, largo de aquí!—de un manotazo barrió a una gallina parda que, posada sobre la mesa, picaba una peladura olvidada—. Pero no paro de hablar, y ni siquiera le he ofrecido una silla, ¿dónde tendrá una la cabeza? Póngase cómodo, está usted en su casa. Debe de estar sediento. Aunque ya no hay nada en la casa, todavía queda una jarrita de vino rosado puesta al fresco, voy a buscarla a la bodega.
Bajó a la bodega.
Napoleón se dejó caer sobre un taburete y paseó la mirada en derredor por el lugar: la estancia, alta y fresca, era de unas dimensiones espaciosas que la hacían parecer aún más desnuda. Con un suelo de amplias baldosas azules, agrietadas y desiguales, no tenía más mobiliario que una larga mesa de madera natural, algunos taburetes y un aparador. En un rincón había apilados algunos baúles con refuerzos de hierro, dos o tres cajas y una gran maleta de mimbre. En el ángulo más oscuro se alineaban dos docenas de melones que descansaban sobre las mismas baldosas y que difundían su aroma de sol. En la grisura de las paredes desnudas se dibujaba en blanco la silueta de todo un mobiliario fantasma, rectángulos variados de armarios desvanecidos, de aparadores invisibles, e incluso el óvalo de lo que debía de haber sido un gran espejo; todo eso desapareció sin duda bajo el martillo del subastador tras haber sido incautado por algún agente judicial. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com