Ella y él (fragmento)George Sand
Ella y él (fragmento)

"En efecto, Lorenzo pareció volver en razón. Comenzó un hermoso estudio en su taller e invitó a Teresa a que viniese a verlo. Pasaron algunos días sin tormenta. Palmer no había vuelto. Se hartó pronto Lorenzo de esta vida ordenada y fue a buscarlo, echándole en cara que abandonase así a sus amigos. Apenas entró para pasar la velada con ellos, inventó Lorenzo un pretexto, salió y no volvió hasta la medianoche.
Así pasó una semana; después otra. Cada tres o cuatro se quedaba Lorenzo en casa una noche. Teresa hubiera preferido la soledad.
¿Dónde iba? Lo ignoraba. No a la buena sociedad. El tiempo húmedo y frío no permitía suponer que paseara por placer en el mar. Sin embargo, según él decía, se embarcaba con frecuencia y su traje olía, en efecto, a brea. Se ejercitaba en remar y tomaba lecciones de un pescador a quien iba a buscar a la playa. Diríase que le sentaba bien para emprender un trabajo al día siguiente, la fatiga que calmaba la excitación de sus nervios. Teresa no se atrevía ya a ir a buscarle a su estudio. No agradaban a Lorenzo sus consejos cuando se sentía dispuesto a llevar al lienzo su idea, ni su silencio, que traducía como una censura. No debía ver su obra hasta que llegase el momento en que él la juzgase digna de ser vista.
Antes no comenzaba nada sin exponerle su idea: ahora la trataba como un público.
Dos o tres veces pasó toda la noche ausente. Teresa no se avenía a la inquietud que le causaban estas ausencias prolongadas. Le hubiera exasperado manifestando que lo advertía; pero bien se comprende que le acechaba y procuraba saber la verdad. Era imposible seguirle por la noche en una ciudad llena de marineros y aventureros de todas las naciones. Por nada del mundo se hubiera rebajado al extremo de hacerle seguir por otro. Entraba en su habitación sin ruido y le miraba dormir. Parecía muerto de cansancio. Quizá era el resultado de la desesperada lucha emprendida consigo mismo para matar con el ejercicio físico sus exaltados, pensamientos.
Una noche reparó en que su traje estaba lleno de barro y desgarrado, como si hubiera peleado con alguien o se hubiera caído en el fango. Aterrada, se acercó más y vio la almohada manchada de sangre; tenía una pequeña herida en la frente. Dormía tan profundamente, que creyó que no se despertaría si le descubría un poco el pecho para ver si tenía alguna otra herida; pero despertó y montó en cólera de tal suerte, que fue para Teresa el golpe mortal. Quiso huir, la retuvo él a la fuerza, se puso un traje de casa, cerró la puerta, y paseando agitado por la habitación, iluminada débilmente por una lamparilla nocturna, desahogó todo el sufrimiento encerrado en su alma.
—Basta ya —le dijo—; seamos sinceros. Ni nos amamos, ni nos hemos amado nunca. Nos hemos equivocado. Usted ha querido tener un amante. Quizá no era yo ni el primero ni el segundo; no importa. Lo que hacía falta era un servidor, un esclavo. Usted ha pensado que mi desdichado temperamento, mis deudas, mi hastío, mi cansancio de una vida de crápula, mis ilusiones sobre el amor verdadero, me someterían a su antojo y ya no podría recuperar mi libertad. Para llevar a feliz término tan peligrosa empresa era necesario a usted un carácter más amable, más paciencia, más flexibilidad y, sobre todo, más ingenio. Sea dicho sin ánimo de ofenderla: no tiene usted ingenio ninguno, Teresa. Es usted toda de una pieza, monótona, testaruda y envanecida de su pretendida moderación hasta el colmo, de esa moderación que no es más que la filosofía de las gentes de pocos alcances y de inteligencia limitada. En lo que a mí se refiere, yo soy un loco, un inconstante, un ingrato, todo lo que usted quiera; pero soy sincero, no medito, me entrego sin reservas, y por eso vuelvo en mi acuerdo del mismo modo. Mi libertad moral es cosa sagrada y no consiento que nadie me esclavice. Se la había confiado a usted, pero no se la había dado; a usted tocaba el hacer buen uso de ella, dándome la felicidad. ¡Oh! No intente convencerme de que usted no aspiraba a dominarme. Conozco esos manejos de la modestia y esas evoluciones de la conciencia de las mujeres. En el momento en que usted fue mía, comprendí que pensaba que me había conquistado, y que toda aquella fingida resistencia, aquellas lágrimas de angustia y aquellos perdones otorgados a mis súplicas no eran más que el arte vulgar de tender la caña para que picase el pececillo engañado por el cebo. La he engañado fingiendo que su cebo me seducía. Estaba en mi derecho. Usted exigía adoraciones para rendirse: se las he prodigado sin esfuerzo y sin hipocresía, porque usted era bella y deseable. Pero una mujer no es más que una mujer, y la más miserable nos hace gozar tanto como la reina más poderosa. Usted tenía el candor de ignorarlo, y ahora es preciso que reflexione. Es preciso que sepa que la monotonía no es de mi gusto, que hay que dejarme entregado a mis instintos, que no serán sublimes, pero a los que no puedo renunciar sin renunciar a mí mismo. ¿En dónde está la maldad de todo esto, y por qué hemos de mesamos los cabellos? Nos unimos y nos separamos, nada más. No por eso hemos de odiamos e insultamos. Vénguese usted colmando los anhelos de ese pobre Palmer, a quien hace sufrir; me satisfará su alegría y quedaremos los tres como los mejores amigos del mundo. "



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