La gaviota (fragmento)Fernán Caballero
La gaviota (fragmento)

"Los amigos del duque, tranquilizados ya, a ruegos de éste, se pusieron en camino de vuelta. El paciente había exigido que le dejasen solo, bajo la tutela de su hábil doctor, su antiguo amigo, como le llamaba, y aun despidió a casi todos sus criados.
Así, él y su médico pudieron renovar conocimientos a sus anchas. El primero era uno de aquellos hombres elevados y poco materiales en quienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar físico; uno de los seres privilegiados que se levantan sobre el nivel de las circunstancias, no en ímpetus repentinos y accidentados, sino constantemente, por energía de carácter y en virtud de la inatacable coraza de hierro que se simboliza en el ¿qué importa?; uno de aquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, y cuyos restos sólo se encuentran hoy en España.
Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada al convento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés, y la narración le inspiró deseo de conocer a Marisalada, al pescador y la cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así es que en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la orilla del mar. Empezaba el verano, y la fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Se oía el canto de la alondra, tan elevada, que los ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella hermosa escena. De repente sonó una voz, que cantaba una melodía sencilla y melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein y éste se sonrió. La voz continuaba.
[...]
El mes de julio había sido sumamente caluroso en Sevilla. Las tertulias se reunían en aquellos patios deliciosos en que las hermosas fuentes de mármol, con sus juguetones saltaderos, desaparecían detrás de una gran masa de tiestos de flores. Pendían del techo de los corredores, guarnecían el patio grandes faroles o bombas de cristal, que esparcían en torno torrentes de luz. Las flores perfumaban el ambiente, y contribuían a realzar la gracia y el esplendor de esta escena los ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de las fuentes.
En una noche hacia fines del mes había gran concurrencia en casa de la joven, linda y elegante condesa de Algar. Se tenía a gran dicha ser introducido en aquella casa, y por cierto no había cosa más fácil, porque la dueña era tan amable y tan accesible, que recibía a todo el mundo con la misma sonrisa y la misma cordialidad. La facilidad con que admitía a todos los presentados no era muy del gusto de su tío el general Santa María, militar de la época de Napoleón, belicoso por excelencia y (como solían ser los militares de aquellos tiempos) algo brusco, un poco exclusivo, un tanto cuanto absoluto y desdeñoso; en fin, un hijo clásico de Marte, plenamente convencido de que todas las relaciones entre los hombres consisten en mandar u obedecer, y de que el objeto y principal utilidad de la sociedad es clasificar a todos y a cada uno de sus miembros. En lo demás, español como Pelayo, bizarro como el Cid. El general, su hermana la marquesa de Guadalcanal, madre de la condesa, y otras personas estaban jugando al tresillo. Algunos hablaban de política, paseándose por los corredores; la juventud de ambos sexos, sentada junto a las flores, charlaba y reía como si la tierra sólo produjese flores y el aire sólo resonase en alegres risas.
La condesa, medio recostada en un sofá, se quejaba de una fuerte jaqueca, que, sin embargo, no le impedía estar alegre y risueña. Era pequeña, delgada y blanca como el alabastro. Su espesa y rubia cabellera ondeaba en tirabuzones a la inglesa. Sus ojos pardos y grandes, su nariz, sus dientes, su boca, el óvalo de su rostro, eran modelos de perfección; su gracia, incomparable. Querida en extremo por su madre, adorada por su marido, que, no gustando de la sociedad, le daba, sin embargo, una libertad sin límites, porque ella era virtuosa y él confiado; era la condesa, en realidad, una niña mimada. Pero, gracias a su excelente carácter, no abusaba de los privilegios de tal. Sin grandes facultades intelectuales, tenía el talento del corazón; sentía bien y con delicadeza. Toda su ambición se reducía a divertirse y agradar sin exceso, como el ave que vuela sin saberlo y canta sin esfuerzo. Aquella noche había vuelto de paseo, cansada y algo indispuesta; se había quitado el vestido y pues tose una sencilla blusa de muselina blanca. Sus brazos blancos y redondos asomaban por los encajes de sus mangas perdidas; se había olvidado de quitarse un brazalete y las sortijas. Cerca de ella estaba sentado un coronel joven, recién venido de Madrid, después de haberse distinguido en la guerra de Navarra. La condesa tenía fijada en él toda su atención. "



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