La noche de plata (fragmento)Elia Barceló
La noche de plata (fragmento)

"A pesar de las carísimas cremas, de su delgadez extrema —«qué elegante, Eva, tan mona, tan delgadita, siempre tan bien vestida»—, ya no era joven, y se le notaba cada vez más. Seguía teniendo veintiún años menos que él, evidentemente, pero él llevaba mejor sus setenta y dos —a pesar de la calvicie y la barriguita— que ella sus cincuenta y uno. Y desde que había cumplido los cincuenta, con un disgusto terrible que trató, sin éxito, de ocultarle, no lo dejaba solo ni a sol ni a sombra y ahuyentaba de malos modos a cualquier mujer joven que se acercase a pedirle una firma en un libro o a preguntar algo de una novela. No había invertido los últimos treinta años de su vida para que alguna aprovechada le arrebatara ahora lo que tanto le había costado conseguir. Eso, al menos, era lo que él suponía, lo que él hubiese puesto en la mente de Eva si fuera un personaje de una de sus novelas.
La verdad era que él, después del amago de infarto que había tenido, no sentía particular inclinación por ninguna muchachita, por mona que fuera. La muerte de Tino Uribe le había hecho aprender en cabeza ajena que no hay mejor sitio para morir que la propia cama, con la mujer de siempre y, a ser posible, ya muy anciano.
Por eso había que cuidar a la legítima, y precisamente por eso se había dejado convencer, si no exactamente de lo que Eva esperaba de él, al menos de una parte importante. Se habían puesto de acuerdo en que viajarían a Viena a principio de Adviento con un fotógrafo y una periodista que filmarían un vídeo sobre su regreso al lugar donde más había sufrido en su vida y dejarían caer la posibilidad de que estuviera trabajando en un nuevo libro sobre esa temática. Libro que no pensaba escribir pero que, de momento, parecía haber contentado a su «musa». Porque a Eva sí que le gustaba que la llamaran así y se lo tomaba tan en serio que casi lo había elevado a una profesión, tan exigente y seria como cualquier otra, aunque mucho más glamurosa y muy bien remunerada.
Desde la ventana de la suite que Eva había escogido se veía la fachada trasera del edificio de la ópera y la Albrechtsbrunnen, la gran fuente de delante de la Albertina. La diferencia con la pensión de la última —de la única vez— que había estado en Viena no podía ser más grande, pero no quería pensar en ello.
Ese iba a ser el peor esfuerzo de los tres días siguientes: no pensar, no comparar, no recordar. "



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