Vidas perpendiculares (fragmento)Álvaro Enrigue
Vidas perpendiculares (fragmento)

"Yo tenía dieciséis años, las nalgas duras y el pelo rubio. Tal vez tuviera los ojos demasiado saltones, pero contaba con el mejor par de tetas de Filadelfia y un padre –viudo joven– que me aguantaba lo que fuera: desconocía el dolor más allá del que pudiera propiciar la negativa de una sirvienta a hacer lo que me placía. Venía de una familia que había hecho lo que se había propuesto y más y el plan de encumbrarme entre los políticos me parecía justo: no sólo me veía mujer de un bouleta de la Asamblea local, sino mudada a la Roma inimaginable y abuela de senadores. La única condición que le había puesto a mi padre era que el caballero pobre que me consiguiera fuera bello, como yo.
Aquella tarde, la aldaba de la puerta había sonado una o dos veces más, golpeada siempre por arameos a las carreras con sus últimos mandados para poder estar de vuelta en sus barrios para el crepúsculo. El delicado arreglo de mi vestido y peinado, en que Roda se había afanado toda la mañana, ya estaba por desmoronarse entre los sudores cuando finalmente escuché el golpe de los caballos llegando y la voz de mi padre mientras desmontaba. Me aplané como pude las faldas de la túnica y corrí a darle la bienvenida. En el umbral de la puerta que abrió la criada estaban la abuela y el padre de Severo, cada uno con una maleta.
La convivencia con don Eusebio le había dejado a Jerónimo toda clase de pequeñas estrategias para resistir el tremor helado de la violencia anunciada. La creciente irritación de las llamadas de la abuela durante el fin de semana le había dejado clarísimo que, como en los viejos tiempos, había que acomodarse en un rincón y aguantar vara. Se quedó de una pieza cuando la abuela, bañada en lágrimas, se adelantó, lo tomó por las mejillas y lo besó. Lo estrechó como si hubiera sobrevivido a un bombardeo y no a un espléndido domingo de palacios y bicicletas. Luego corrió hacia Miguelito y acomodó su cabeza entre sus tetas gigantes con la misma intensidad. El jardinero, todavía en el umbral de la puerta, dijo cuando descubrió a su hijo: ¡Severo! El cochinito alzó una pezuña a manera de saludo. El hombre hizo una pequeña inclinación de cabeza y le sonrió con una ternura que los dramones y comedimientos extremos de las Loera no podrían haber suplido nunca.
Mercedes, que tal vez ya se sospechaba lo que venía, simplemente no salió de su habitación mientras pasaba todo esto. Jerónimo la imaginaba, en esa hora decisiva de su vida, sentada en la cama e indispuesta a pelear, quizá porque secretamente la presencia de su madre representaba su verdadero triunfo. "



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