El ocaso de los dioses (fragmento)Élémir Bourges
El ocaso de los dioses (fragmento)

"El 25 de junio de 1866, aniversario de su nacimiento, Charles D' Este, el primero en honrar tal apellido, duque reinante de Blankenbourg, celebró una fiesta  nocturna en su residencia de Wendessen. A pesar de lo sumamente amenazante que parecía todo, dado que la guerra acababa de estallar entre Prusia, por un lado, y los estados confederados, por otro lado -donde el duque había tomado partido contra Prusia, -sin embargo, a pesar de este grave acontecimiento, la reciente salida del ejército comandado por el príncipe Wilhelm, y el duelo, la angustia, las lágrimas, el sufrimiento de todo el ducado no había podido superar su gusto por el lujo y la magnificencia; además de que tan altivo y manifiesto desprecio por el enemigo le parecía propio de alma romana, amén de una política admirable para insuflar ánimos a sus súbditos.
A las ocho en punto se abrieron las puertas y una tremenda multitud de personas se reunió en el parque. Las avenidas resplandecían con guirnaldas de faroles, de árbol en árbol, hasta donde alcanzaba la vista. Cuádruples cordones de focos multicolores perfilaban los tableros de ajedrez del parterre, donde aquí y allá arcos triunfales en ígnea arquitectura detenían a la multitud en pequeños grupos. El grosor, si cabe, era aún mayor alrededor de la naumaquia, la gran piscina y la columnata. Una sorprendente cantidad de cacerolas y cazuelas refulgían como al arbitrio de la luz diurna, y los efectos propiciados por toda suerte de agua a borbotones, en cascadas y en chorros que se precipitaban hacia la cima de los árboles.
Pero donde se concentraba el mayor gentío, en su mayoría compatriotas ataviados con el tricornio granate y en un espacio tan reducido que apenas permitía formular palabra alguna, y que apenas concedía la más mínima oportunidad de desentumecer brazos y piernas, era la zona que delimitaba el borde del castillo. La fachada se extendía, dominando todo el parque, desde lo alto de la meseta, entreviendo una larga distancia, con su cúpula enseñoreada por los vaivenes del aire y coronada por el corcel de Blankenbourg, sin olvidar su extravagante argamasa y la doble y colorida iluminación que señalaba la entrada principal. Largas filas de carruajes llegaban a cada instante, el más dorado de los cuales suscitó tumultos de admiración en la chusma, que tendió a agolparse en torno a la escalinata, flanqueada por dos quimeras de piedra. Los invitados descendían y atravesaban solemnemente una antesala de espejos colma y se detenían justo ante la escalera de la sala de las representaciones, bordeada de floreros y raras plantas y magníficamente alumbrada.
Al pie de este paso cuyos brazos revestían la forma de una especie de herradura, respaldada por una bella imagen de Tisífone, una estatua de bronce verde esmeralda, un hombre se hallaba erguido, vestido con un extraño hábito de sangre de buey, con calzones y medias de seda, que moldeaban espléndidamente la delgadez de un Mefistófeles. "



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