Mi vida (fragmento)Isadora Duncan
Mi vida (fragmento)

"Si yo no hubiera presenciado aquello, mi vida habría sido otra diferente. Allí, junto a aquel cortejo, que parecía interminable; frente a aquella tragedia, me hice a mí misma el voto de consagrar mis fuerzas al servicio del pueblo y de los oprimidos. ¡Oh! ¡Cuán pequeños, cuán fútiles me parecían ahora todos mis deseos y todos mis sufrimientos y todos mis amores personales! ¡Cuán vano me parecía mi arte mismo, si mi arte no podía combatir aquello! Por último desapareció el triste cortejo. El cochero se volvió con asombro hacia mí, y vio mis lágrimas. Se persignó de nuevo, con un suspiro de paciencia, y fustigó al caballo hacia el hotel.
Subí a mis habitaciones palatinas, y me deslicé en mi cómodo lecho, donde quedé dormida. Pero la piedad, la rabia desesperada de aquella aurora aportó luego sus frutos a mi vida.
La habitación del hotel Europa era inmensa y muy alta de techo. Las ventanas estaban selladas y no se abrían nunca. El aire penetraba por ventiladores colocados en lo alto de la pared. Me desperté muy tarde. Mi empresario vino a verme y me trajo flores. Toda la habitación se llenó en seguida de flores.
Dos noches después aparecía ante la élite de la sociedad de San Petersburgo en la Sala de los Nobles. ¡Cuán extraño debió parecer a aquellos dilettanti de los ballets suntuosos, de ricos decorados y escenarios, contemplar a una muchacha vestida con una túnica de telaraña, que aparecía y bailaba ante una sencilla cortina azul, al ritmo de la música de Chopin; que danzaba con su alma al comprender el alma de Chopin! Y, sin embargo, la primera danza provocó una tormenta de aplausos. Mi alma, que esperaba y sufría con las trágicas notas de los Preludios; mi alma, que se sublevaba con los violentos compases de las Polonesas; mi alma, que lloraba de cólera legítima al pensar en los mártires de aquel cortejo funerario del alba; mi alma despertó en aquel auditorio, rico, mimado y aristocrático, un torrente de aplausos calurosos. ¡Qué curioso!
Al día siguiente recibí la visita de una joven encantadora, forrada en cebellina, con diamantes en las orejas, y el cuello rodeado de perlas. Con gran sorpresa por mi parte, me dijo que era la gran bailarina Sechinsky. Venía a saludarme en nombre del ballet ruso y a invitarme a una representación de gala que se daba aquella noche en la Opera. Estaba yo acostumbrada a la recepción fría y hostil del ballet de Bayreuth, donde las bailarinas habían llegado a derramar clavos sobre la alfombra para que me hiriera en los pies. Por consiguiente, el cambio que advertía en las bailarinas de San Petersburgo me halagaba y al mismo tiempo me sorprendía.
Aquella noche, un magnífico carruaje con calefacción y pieles costosas me condujo a la Opera, donde me metieron en un palco lleno de flores y de bombones, con tres bellos ejemplares de la jeunesse dorée de San Petersburgo. Llevaba todavía mi pequeña túnica blanca y mis sandalias, y debí parecer muy rara en aquella asamblea constituida por toda la aristocracia y toda la riqueza de San Petersburgo.
Soy enemiga del ballet, al que considero como un género falso y absurdo, que nada tiene que ver con el arte. Pero no pude por menos de aplaudir la figura feérica de la Sechinsky cuando la vi volando en el escenario, más parecida a un pájaro o a una mariposa adorables que a un ser humano.
Durante el entreacto miré a mi alrededor y vi las más bellas mujeres del mundo, con maravillosos vestidos descotados, cubiertas de alhajas y acompañadas por hombres de uniformes brillantes; aquel muestrario de riqueza y de lujo era difícil de comprender cuando lo contrastaba con el cortejo funerario del alba precedente. ¿Qué parentesco tenían aquellas gentes sonrientes y afortunadas con las otras miserables?
Después de la representación fui invitada a cenar en el palacio de la Sechinsky, donde conocí al Gran Duque Mikhail, que escuchó, no sin asombro, mis proyectos de creación de la escuela de baile para los niños del pueblo. Debía parecerles algo muy incomprensible; pero todos me trataban con amable cordialidad y me concedían la hospitalidad más generosa.
Algunos días más tarde recibí la visita de la encantadora Pavlova, y nuevamente tuve que ir a un palco para verla danzar en el adorable ballet de Giselle. Aunque los movimientos de aquellos bailes eran contrarios a todo sentimiento artístico y humano, no pude por menos de aplaudir calurosamente la exquisita aparición de la Pavlova, cuando flotaba sobre el escenario.
Cenamos en casa de la Pavlova, que era una casa más modesta que el palacio de la Sechinsky, pero igualmente bella, y yo me senté entre los pintores Bakst y Benois, y por primera vez vi a Diaghilev, con quien entablé una ardiente discusión sobre el arte del baile, tal como yo le concebía, en oposición al ballet.
Aquella noche, durante la cena, el pintor Bakst me hizo un pequeño dibujo, que aparece ahora en su libro, y que me representaba con mi expresión más seria y los bucles sentimentales desparramados a un lado de mi rostro. Es curioso que Bakst, que tenía cierto poder de clarividencia, leyera aquella noche en mis manos y descubriera dos cruces. «Usted tendrá la gloria —me dijo—, pero perderá usted a las dos criaturas que ame más en este mundo». En aquella época la profecía era para mí un enigma. "



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