Tributo a Blenholt (fragmento)Daniel Fuchs
Tributo a Blenholt (fragmento)

"Hacia la calle fluían las notas lastimeras de un órgano que tocaba un enfermizo canto fúnebre. Era intolerable y al menos alguien, pensaba Max, debería tener la consideración de apagar la radio. Él no había tenido la entereza suficiente para explicar las extrañas circunstancias que habían seguido al fallecimiento de Blenholt, pero lo cierto era, como había insinuado Rita desde la puerta del baño, que, a pesar de su asistencia a la iglesia y a la sinagoga, Blenholt no pertenecía a ninguna de estas confesiones. Esto no sorprendió a sus seguidores, lo que sí les molestó fue lo oscuro de sus orígenes y de las creencias asociadas a estos. Algunos hablaban de Turquía, pero para sus partidarios políticos y sus secuaces, la religión propia de los turcos era algo desconocido y no había, desde luego, instalaciones para ella. Sus viejos compinches, no obstante, no tenían intención de que esto desbaratara la celebración de un funeral apropiado para un hombre famoso. Por eso habían alquilado la sala McCarren, la habían dispuesto para la elaborada ceremonia en la que participarían los más prominentes ciudadanos del vecindario, católicos y judíos, y se habían esforzado denodadamente para asegurarse de que el enorme desfile funerario por las calles importantes de Williamsburg fuera fastuoso y adecuado en todos los aspectos. Blenholt tendría un funeral, defendían, mejor que el que hubiera visto nadie jamás.
Mientras tanto, Balkan oía las sombrías campanadas de la radio cuando el presentador daba la hora. Una banda folclórica ocupó de inmediato las ondas con su animada música, que sonaba como si los instrumentos fueran tablas de lavar. Luego el sordo zumbido del presentador. En otro apartamento una familia empezó a discutir, el estruendo de voces le recordaba a un bosque lleno de grillos. Nada iba como debía, pensaba Balkan, apenado en esta escena deprimente mientras esperaba al lado de Ruth. La radio era la gota que colmaba el vaso y tenía que esforzarse para no venirse abajo. Alguien le había echado un mal de ojo. Todo cuanto tocaba se agriaba al momento. Balkan siempre admiraba de las películas la facilidad y la suavidad con la que los acontecimientos triviales de la vida se llevaban a cabo, ambicionaba ser capaz de hacer estas actividades en algún momento de su existencia con tan poco esfuerzo y sin problemas. En el cine un actor decía: «Me voy a Montecarlo», y en la siguiente escena se le veía en el tren, observando el paisaje con un aire de indiferencia y fumándose un cigarrillo. Si Balkan se preparara para un viaje, rompería el baúl mientras lo llenaba, perdería la llave después de haberlo cerrado por accidente demasiado pronto, se caería en un charco de barro y llegaría sin aliento a la estación para descubrir que el tren estaba saliendo y se había dejado los billetes en casa. Por algún motivo, sudando y acalorado, observando con pesar la impaciencia de Ruth por el rabillo del ojo, eso era lo único en lo que podía pensar Max: la facilidad que demostraban los actores de cine en sus acciones cotidianas. Con la tarde arrastrándose pesada, Max los envidiaba. ¿Cuánto tiempo más tengo que esperar, ay, Señor, cuánto tiempo? "



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