El guardián del espíritu (fragmento)Nahoko Uehashi
El guardián del espíritu (fragmento)

"En la distancia, un carruaje tirado por un buey atravesaba el puente Yamakage, reservado, como todo el mundo sabía, para uso exclusivo de la familia imperial. Las correas doradas del animal de carga brillaban a la luz del atardecer. La comitiva estaba formada por veinte lacayos y la bandera roja que precedía al grupo indicaba el rango del viajero.
«El segundo príncipe», pensó Balsa. «Debe de volver a la capital desde su residencia imperial en las montañas». La joven lancera se detuvo a contemplar la escena, cautivada por la belleza de aquel instante suspendido en el tiempo. Sabía que, a aquella distancia, no se podía considerar un delito su negativa a postrarse. Balsa no era nativa de aquel país y, además, por razones difíciles de olvidar, sentía poco respeto por gobernantes y soberanos de cualquier tipo.
Pero la tranquilidad del momento se quebrantó de forma repentina cuando el buey se revolvió contra el lacayo que sujetaba sus riendas y empezó a cargar de forma violenta, sacudiendo su cuerpo hacia delante y hacia atrás, dando coces y embistiendo. Los lacayos del príncipe no pudieron detener al animal, que parecía haberse vuelto loco. Balsa vio cómo el carruaje se iba venciendo hacia un lado.
Entonces, un pequeño cuerpo vestido de rojo salió despedido del interior del vehículo, sacudiendo brazos y piernas mientras caía al río.
Antes de que el agua se lo hubiera tragado, Balsa ya había soltado sus bultos, se había desprendido de su capa, había enganchado una cuerda al extremo de su lanza con un mosquetón y disparado la misma hacia la orilla del río. La lanza trazó una línea recta y precisa, y se clavó con firmeza en la tierra, justo entre dos rocas. Todavía pudo advertir de reojo cómo tres o cuatro lacayos se apresuraban en dirección al príncipe, antes de agarrarse con fuerza a la cuerda y lanzarse a las turbias aguas del río.
El golpe contra el agua fue similar al que hubiera sufrido al caer contra una superficie pavimentada, y Balsa quedó considerablemente aturdida. Sacudida por la violencia de la corriente, consiguió aferrarse a la cuerda y se subió a la roca más cercana; se retiró el pelo de la cara y concentró su vista en el agua hasta encontrar un pequeño bulto rojo descendiendo a la deriva en la corriente. Una mano emergía en la superficie, se hundía, volvía a aparecer.
«Que se haya desmayado. Por favor, que se haya desmayado», murmuró Balsa para sus adentros. Buscando una referencia para orientarse, se metió de nuevo en las aguas revueltas del río y nadó tan rápido como pudo contra la corriente en dirección al punto en el que su trayectoria se cruzaría con la del príncipe. El agua borbotaba en sus oídos, gélida y cortante como un cuchillo. A duras penas podía distinguir el rojo del kimono del príncipe en la oscuridad de la corriente y, con el brazo estirado, sentía la tela escaparse entre sus dedos.
Balsa empezó a maldecir, víctima de su propia frustración, pero justo en ese momento sucedió algo muy extraño. Durante un segundo -no más del tiempo que se tarda en pestañear- se sintió ligera, como si algo la hiciera flotar. La furia del río se transformó en calma y todos los ruidos se desvanecieron; todo se detuvo dentro de una especie de burbuja azul que parecía extenderse hasta el infinito y dentro de la cual se hallaba el príncipe, nítido y bien definido. Sin llegar a comprender lo que estaba ocurriendo, Balsa volvió a estirar el brazo y agarró al infante del kimono. "



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