El idioma imposible (fragmento)Francisco Casavella
El idioma imposible (fragmento)

"Aun así, me gustaba que pareciéramos entendernos con la mirada, y que ella facilitase el trato mutuo, la vida cómoda. Victoria anticipaba de modo espontáneo el sesgo de algún asunto que yo procuraba no mencionar. Y se equivocaba mucho, pero se lo agradecía, aunque temiera que esa delicadeza y su opinión sobre mi sombra iban a ser menos cariñosas en cuanto sus intuiciones diesen un paso al frente y supiera la verdad y su contorno. Entretanto, me fascinaba la voluntad de Victoria por ser en el mundo, me intrigaba el pulso, con origen en una relación amor-odio (o quizá ilusión-decepción), que mantenía con su hermana mayor, Elena, ese personaje. Una Victoria acomplejada (aunque cada día menos) libró esa lucha en un frente de voluntad, de simpatía, de esa necesidad de armónica paz que nunca iba a ser del todo suya. Y uno de los modos de vencer a su hermana en esa competición, quizá la última locura de una juventud nada loca, era vivir con el tipo chiflado, rudo y cariñoso, no del todo inculto, despreocupado con su talento y su futuro y magnífico amante. Eso era lo que, al parecer, la difunta Elsa le había contado a Elena sobre mí, una mentira monumental (en la boca de Elsa, Lector, no en otra cualquiera). Supe entonces que competir y exagerar un poco en el tanteo no eran asuntos exclusivos de mozos fanfarrones. Y también supe que el azar y el sinsentido coqueteaban conmigo. Y desde luego sé lo mal que acaba todo cuando Fortuna se fija en mí.
Los hechos, el gesto, los impulsos, la intuición. Victoria nadaba cada día en una piscina próxima, y una mañana fui a verla para darle una sorpresa. Victoria, con su práctico bañador de competición, entre otros nadadores que en disciplinado desorden iban y venían entre boyas, aplicaba una por una todas las instrucciones del manual, constante en el movimiento, y los hermosos brazos y las hermosas piernas buscaban una justa corrección que se resolvía en avance, pero no en una corriente de afecto con el agua. La alta facilidad, el verdadero ritmo, lejos, a distancia.
Cuando quería excitarme, se desnudaba frente al espejo de su cuarto, de espaldas a mí, que estaba tumbado en la cama con ojos de lince o de pazguato. Ella se acerca a su reflejo en el cristal y lo acaricia con los pezones, se besa, y vuelve la cabeza muy despacio en mi dirección. Ese escorzo, que yo suponía estudiado, no hacía sino ofrecerme lo mejor de su anatomía, y el conjunto me excitaba, y mucho, pero no como ella podía figurarse. Me enardecía descubrir otra vez sus artificios, su esfuerzo, y lo que significaban esos artificios y ese esfuerzo y su género y su clase y su experiencia. Debía castigarla por sus trucos y por ser quien era.
Entre nuevos enigmas que iban surgiendo en mi vida y que empezaron a tomar forma aquel atardecer de septiembre entre príncipes envenenadores, Victoria me presentó a su socia (y la deseé) y su socia no hizo sino elogiarme, y me presentó a sus amigas (y las deseé) y sus amigas dividieron opiniones, y me presentó a sus amigos y a sus relaciones profesionales y los odié a todos. Cuando llegó el momento de conocer a Giulia, su madrastra italiana, y sobre todo al eminente especialista en Renacimiento, autor de importantes monografías, receptor de todas las distinciones nacionales e internacionales y dilapidador del resto de una fortuna que llegó a sus manos ya muy repartida y mermada, y de la que sólo permanecía humo a pino quemado y a fin de saga una tarde de septiembre ante una casa de apariencia ruinosa, me confesé asustado de ser sólo yo (y eso que yo no era «yo»). Victoria me ayudó a especular seriamente con la posibilidad de que me disfrazara de barbudo y formalista profesor ruso y ensayase mi campechanía cosaca ante Octavi Llinàs. Victoria reía, y mientras reía, avisaba que su amado padre, el mismo al que insultaba en sueños, se hallaba muchas leguas por encima de mí en cuestiones de excentricidad. "



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