Retrato de Balzac (fragmento)Theophile Gautier
Retrato de Balzac (fragmento)

"Uno de los ensueños de Balzac era la amistad heroica y hasta el sacrificio: dos almas, dos audacias, dos inteligencias fundidas en una sola voluntad. Pierre y Jaffier, de la Venecia salvada, de Otway, le habían impresionado mucho, y habla de ellos en varias ocasiones. La Historia de los trece no es más que esta idea engrandecida y complicada: una unidad poderosa compuesta de múltiples seres que obran todos ciegamente con un fin aceptado y convenido. Sabido es qué efectos tan conmovedores, misteriosos y terribles sacó de este punto de partida en Ferragus, La duquesa de Langeais y La joven de los ojos de oro; pero la vida real y la vida intelectual no se desligaban una de otra por completo en Balzac como en ciertos autores, y sus creaciones le seguían fuera de su gabinete de estudio. Quiso formar una asociación por el estilo de las que constituían Ferragus, Montriveau, Ronquerolles y sus compañeros. Sólo que no se trataba de golpes tan atrevidos; cierto número de amigos debían ayudarse y socorrerse en todas ocasiones, y trabajar, según sus fuerzas, en el buen éxito o en la fortuna de aquel que fuere designado, por supuesto a título de reciprocidad. Muy engreído con su proyecto, reclutó Balzac algunos afiliados, a quienes no puso en relaciones unos con otros, sino con la misma cautela como si se hubiese tratado de una sociedad política o de una venta de carbonarios. Este misterio, muy inútil por lo demás, le regocijaba considerablemente y empleaba la mayor seriedad en su manera de conducirse. Cuando estuvo completo el número, convocó a los adeptos y declaró el objetivo de la sociedad. No es necesario decir que todos estuvieron conformes, y que los estatutos se votaron con entusiasmo. Nadie tenía como Balzac el don de trastornar, sobrexcitar y embriagar los cerebros más fríos, los juicios más sentados. Tenía una elocuencia desbordada, tumultuosa, arrebatadora, que arrastraba al oyente más prevenido en contra; no había objeciones posibles con él, pues las ahogaba en seguida con tal diluvio de palabras que era menester callarse. Por lo demás, para todo tenía respuesta, y luego lanzaba unas miradas tan fulgurantes, tan iluminadas, tan llenas de fluido, que infundía en los otros sus propios deseos.
La asociación, que contaba entre sus miembros a G. de C., L. G., L. D., J. S., Merle (a quien denominábamos «el hermoso Merle»), al que esto escribe y algunos otros que es inútil designar, se llamaba El Caballo Rojo. ¿Por qué el Caballo Rojo —preguntaréis— más bien que el León de Oro o la Cruz de Malta? La primera reunión de los afiliados se efectuó en una fonda del muelle de l’Entrepôt, al extremo del puente de la Tournelle, y cuya muestra era un cuadrúpedo rubricâ pictus, lo cual había dado a Balzac la idea de esta designación suficientemente estrafalaria, ininteligible y cabalística.
Cuando era preciso concertar algún proyecto, convenir en ciertos pasos, Balzac, electo por aclamación gran maestre de la Orden, enviaba con un hombre fiel a cada caballo (nombre que en nuestra jerigonza tomaban los miembros entre sí) una carta en la cual estaba pintado un caballito rojo, con estas palabras: «Cuadra, tal día, en tal sitio». Se cambiaba de lugar cada vez, por temor a despertar curiosidad o sospechas. Aunque todos nos conocíamos, y la mayoría de larga fecha, teníamos que evitar hablarnos delante de los profanos, o bien acercarnos fríamente para apartar toda idea de connivencia. Muchas veces en medio de un salón fingía Balzac encontrarme por vez primera, y con guiños y gestos como hacen los actores en sus apartés, me hacía notar su astucia y parecía decirme: «¡Fíjese usted en lo bien que represento mi papel!».
¿Cuál era el objeto de El Caballo Rojo? ¿Quería mudar el gobierno, asentar una religión nueva, fundar una escuela filosófica, dominar a los hombres, seducir a las mujeres? Mucho menos que eso. Había que apoderarse de los periódicos, invadir los teatros, sentarse en los sillones de la Academia, formarse sartas de condecoraciones y concluir modestamente siendo par de Francia, ministro y millonario. Según Balzac, todo esto era fácil; no se trataba más que de obrar de consuno, y con tan medianas ambiciones probábamos bien la moderación de nuestros caracteres. Este demonio de hombre tenía tal potencia de visión, que nos describía a cada uno con los más menudos detalles, la vida espléndida y gloriosa que la asociación nos iba a proporcionar. Al oírle, nos creíamos ya apoyados en el fondo de un hermoso palacio contra el mármol blanco de la chimenea, con una venera roja al cuello, una placa de brillantes sobre el corazón y recibiendo con aire afable a las eminencias políticas, a los artistas y a los literatos, absortos por lo misterioso y rápido de nuestra fortuna. Para Balzac no existía el futuro, todo era presente; el porvenir evocado se desprendía de sus brumas y tomaba los claros lineamientos de las cosas palpables; era tan viva la idea, que en cierto modo se trocaba en realidad: si hablaba de un banquete, comía al describirlo; si de un carruaje, sentía debajo de él los blandos cojines y la tracción sin sacudidas; un perfecto bienestar, un júbilo profundo se pintaba entonces en su rostro, aun cuando con frecuencia solía estar en ayuno y correr por el áspero empedrado de las calles con los zapatos rotos. "



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