La presa (fragmento)Kenzaburo Oe
La presa (fragmento)

"Bajé unos cuantos peldaños apretando la cesta contra mi pecho. A la débil claridad que proporcionaba una bombilla desnuda, vi a la «presa» acurrucada en el suelo. Por un momento quedé fascinado contemplando la gruesa cadena de trampa para jabalíes que ataba su negro pie a una pilastra. La «presa», que se rodeaba las rodillas con los brazos y tenía el mentón hundido entre sus largas piernas, alzó hacia mí unos ojos inyectados en sangre, unos ojos aceitosos cuya viscosidad parecía atraparte. Toda la sangre se me agolpó de repente en las orejas, y me puse colorado como la cresta de un gallo. Desviando la mirada, levanté los ojos hacia mi padre, que se apoyaba en la pared apuntando con la escopeta a la «presa». Con un gesto de la barbilla, mi padre me indicó que me acercara. Entornando los ojos, avancé en línea recta y dejé la cesta con la comida delante del soldado negro. Mientras retrocedía de espaldas, una llamarada de pánico me retorció las entrañas y tuve que reprimir las ganas de vomitar. Todos teníamos la mirada fija en la cesta de provisiones: el prisionero, mi padre y yo. A lo lejos ladró un perro. Detrás del agujero del tragaluz, la plaza en tinieblas estaba desierta y silenciosa.
La cesta de provisiones, sobre la que se había posado indecisa la mirada ansiosa del soldado negro, adquirió de repente para mí un renovado interés. Ahora la veía con los ojos del soldado negro hambriento: contenía varias bolas grandes de arroz hervido, así como pescado salado a la brasa y verduras guisadas; también había leche de cabra en una jarra de cristal tallado de ancho gollete. El soldado negro seguía en la postura que tenía en el momento en que entré sin apartar los ojos de la cesta y de su contenido. La situación se prolongaba, hasta el punto de que incluso yo, que tenía el vientre vacío, comencé a sentir calambres en el estómago. De pronto me pregunté si el soldado negro no tocaba la cena que le ofrecíamos por desprecio a su pobreza. Un sentimiento de vergüenza me invadió. Si el soldado negro seguía sin tocar la cena, mi sentido de la vergüenza se contagiaría a mi padre y él, abrumado por la humillación, reaccionaría con indignación, ¡y todo el pueblo se contagiaría de esta vergüenza y se sublevaría contra la afrenta sufrida!
Pero de repente el soldado estiró el brazo —un brazo increíblemente largo—, alzó entre sus gruesos dedos, cuyas falanges estaban erizadas de pelos, la botella de ancho gollete, se la acercó y la olió. Después la inclinó, abrió sus labios como de caucho, descubrió dos perfectas hileras de dientes fuertes y deslumbrantes, cada uno en su sitio exacto igual que las piezas de una máquina, y vi cómo la leche caía en las profundidades rosadas y relucientes de su amplia garganta. La nuez del negro cloqueaba como un desagüe cuando chocan en él el agua y el aire. Por las dos comisuras de la boca, que daba la penosa sensación de ser una fruta demasiado madura estrangulada por un cordel, la leche grasienta se desbordaba, bajaba a lo largo del cuello, mojaba la camisa abierta, caía por el pecho y se inmovilizaba en la piel pegajosa con reflejos oscuros en forma de gotas viscosas como la resina que temblequeaban. Descubrí, en medio de la emoción que me resecaba los labios, que la leche de cabra era un líquido extraordinariamente hermoso.
Ruidosamente, con un gesto brusco, el soldado negro devolvió la botella a la cesta. Ahora su vacilación del principio había desaparecido por completo. Hacía rodar entre sus enormes manos las bolas de arroz, que parecían minúsculos pastelillos; trituraba el pescado seco, incluidas las espinas, con sus mandíbulas de dientes deslumbrantes. Pegado a la pared al lado de mi padre, me sentía lleno de admiración ante aquella poderosa masticación de la que no se me escapaba nada. El soldado negro estaba absorto por la comida, y no prestaba la menor atención a nuestra presencia; yo podía estudiar, pese a los esfuerzos que hacía para acallar los rumores de mi estómago, sí, estudiar (aunque con el pecho algo oprimido), la soberbia «presa» de los hombres de la aldea. ¡Sí, era realmente una «presa» soberbia!
Un casco de cabellos crespos cubría la estructura perfectamente diseñada del cráneo. A uno y otro lado caía una cascada de menudos rizos que, por encima de unas orejas puntiagudas como las de un lobo, adoptaban el color de una mecha chamuscada. La piel de la garganta y el pecho estaba como iluminada interiormente por una luz violácea, y cada vez que giraba su cuello grasiento y poderoso, formando profundos pliegues en la piel, yo no podía contener los latidos de mi corazón fascinado y hechizado. Y después estaba también el olor de su cuerpo, que lo impregnaba todo como un veneno corrosivo, imperioso y persistente como una náusea que te sube de repente a la garganta, un olor que me encendía los pómulos, que me llenaba de sensaciones semejantes a ramalazos de locura. "



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