Ideal (fragmento)Ayn Rand
Ideal (fragmento)

"¿Alguna vez ha estado en un templo y ha visto a los hombres arrodillándose en silencio, con reverencia, con sus almas elevadas a la mayor altura que pueden alcanzar? ¿A la altura donde saben que son limpios, claros y perfectos? ¿Cuando sus espíritus son el fin y la razón de todas las cosas? ¿Después se ha preguntado por qué eso tiene que existir sólo en un templo? ¿Por qué los hombres no pueden llevarlo también a sus vidas? ¿Por qué, si pueden conocer la altura, pueden aún querer vivir vidas inferiores a lo más elevado? Eso es lo que queremos vivir, usted y yo. Y, si podemos soñar, también debemos ver nuestros sueños en vida. Si no, ¿de qué sirven los sueños? —Ah, Johnnie, Johnnie, ¿de qué sirve la vida? —De nada. Pero ¿quién la hizo así? —Aquellos que no pueden soñar. —No. Aquellos que sólo pueden soñar. Ella se quedó en silencio, mirándolo. Él dijo: —Siéntese. Nos quedan unas pocas horas. Lo que pasó antes, y lo que pase después, ¿importa? Ella se sentó, obediente. Estaban sentados el uno frente al otro. Entre ellos había una mesa rota, un cajón de madera y una vela en una botella. La vela era un resplandor titilante sobre las paredes oscuras por las que asomaban las vigas a través de la pintura agrietada. Hablaron como si el mundo sólo llevase existiendo media hora. Sus ojos no se separaban. Sus ojos estaban trabados como en un largo abrazo. Hablaron, la mujer que lo había visto todo en la vida y el chico que no había visto nada, y se comprendieron mutuamente. —Johnnie, dijiste que sólo nos quedaban unas pocas horas, ¿por qué? Él respondió sin mirarla: —Era algo que estaba pensando. —¿Qué? —Nada. Ya no. Al otro lado del polvoriento tragaluz en el techo inclinado, el cielo se estaba tornando de un suave y profundo azul, un azul oscuro en un último esfuerzo. Entonces, Johnnie Dawes preguntó de pronto: —¿Lo mató? —No tenemos que hablar de eso, ¿verdad, Johnnie? —Yo conocía a Granton Sayers. Trabajé para él una vez, de caddie, en un club de golf de Santa Bárbara. Uno de esos hombres duros. —Era un hombre muy infeliz, Johnnie. —¿Había alguien presente? —¿Dónde? —Cuando lo mató. —¿Tenemos que hablar de eso? —Es algo que debo saber. ¿La vio alguien matarlo? —No. Nadie me vio matarlo. Él se levantó. Miró el cabello rubio de ella, que le caía con pesadez sobre un hombro. Dijo: —Es muy tarde. Debe de estar cansada. —Sí, Johnnie. Muy cansada. —Debe irse a dormir. Aquí, en mi cama. Yo subiré al tejado. —¿Al tejado? —Claro, sí. He dormido ahí muchas veces cuando hacía calor. —Pero hace mucho frío. —No me importa. Estoy acostumbrado. Intente dormir un rato. Olvídese de todo. No se preocupe. Tengo una salida para usted. —¿Que tú tienes una salida...? ¿Para mí...? —Sí. Una salida al problema del asesinato. Pero no tenemos que hablar de eso ahora. Mañana. Intente dormir. —Sí, Johnnie. Él empujó la mesa bajo el tragaluz, trepó a ella, abrió la ventana polvorienta, impulsó su cuerpo hacia el marco y se levantó apoyándose en dos brazos fuertes y jóvenes. Se arrodilló junto al tragaluz y susurró: —No piense en nada ahora. Sólo duerma. Buenas noches. —Buenas noches, Johnnie —murmuró ella, mirando hacia arriba, con los ojos intrigados. Él cerró la ventana con suavidad. Él se sentó en el tejado, con los hombros juntos, agarrándose las rodillas con las manos. Se quedó sentado, inmóvil, un largo rato. Más allá de un mar de tejados, se alzaba lentamente una franja herrumbrosa de humo rosado, y, sobre la oscura franja, el azul claro se rasgó de pronto, y una grieta de rosa claro flotó sobre la ciudad, suave, radiante, intacta. Alrededor de él, bajo sus pies, las casas dormían, oscuras, manchadas de hollín, y sólo unas pocas ventanas destellaban, desperdigadas por la ciudad, como gotas de rocío, rosadas bajo la luz que se acercaba. No había sol, pero el azul de arriba se estaba volviendo más oscuro y brillante, y, detrás, las sombras negras de los rascacielos se lanzaban de lleno a las nubes, como fajos de rayos que fluían hacia arriba; rayos difusos, pálidos, incoloros, como un halo. Johnnie Dawes estaba sentado, sin moverse, y contemplaba como el alba se elevaba sobre la ciudad. "


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