Encuentros con libros (fragmento)Stefan Zweig
Encuentros con libros (fragmento)

"Considerarlo, como hacen tantos críticos, tal vez demasiado entusiastas, el mejor prosista de la literatura moderna me parece aventurado, pues la valoración de su obra, inspirada por un espíritu que sopla en todas las direcciones, no es una cuestión de grado, sino de matiz. Con todo, debo reconocer que es el más viril, el más objetivo, el más conceptual y, si equiparamos alemán con protestante, responsable y consciente de su deber, también el más alemán de los prosistas contemporáneos. No juega con imágenes, sino que las crea; no describe, sino que escribe; no canta, sino que habla; no eleva el objeto, sino que le otorga la medida exacta. Su precisión, su objetividad recuerdan la «sagrada sobriedad» de Hölderlin, el poeta del éxtasis, que soñaba con encontrar su polo opuesto. Su energía y su rigor, su apasionado compromiso son valores que no tienen que ver con la costumbre, no proceden del exterior, sino del interior, se adquieren gracias a la rectitud moral y al ejercicio de la voluntad. La sinceridad de esta prosa, esto lo percibe cualquiera, hasta el menos versado en cuestiones artísticas, emana de un carácter: en un texto de Thomas Mann no hay nada que se pase por alto, nada que no sea exacto, nada aproximado, nada sobre lo que se guarde silencio, nada que se oculte cobardemente, todo es determinación, rectitud e integridad, todo es diáfano, no queda lugar para la interpretación, para la conjetura. Su prosa rechaza el raisonnement, la palabrería insustancial, los rodeos, siempre va directa a la cuestión y la desarrolla hasta el final, con todas sus consecuencias. Por eso, sus frases tienen ese carácter rotundo e indiscutible, se revisten de la misma solemnidad que los versos de un poema, que, apenas escritos, se fijan con una precisión cristalina, con la voluntad de perdurar para siempre. Al mismo tiempo, su material duro, templado al fuego, no deja de ser flexible; comparten, en este sentido, el secreto del mítico acero forjado en Toledo.
La solidez, y no la rigidez, caracterizan su estilo. Los conceptos que maneja son sensibles al cambio, reflejan el movimiento, pero, al mismo tiempo, responden a una ley superior que les da forma. El escritor ha fortalecido sus músculos, ha ejercitado su cuerpo en la palestra, su estilo, hermoso, viril, recuerda al ideal griego; el trabajo más arduo se afronta como si fuera un juego, la desnudez se vuelve natural, se santifica. Su estilo es ágil, avanza con decisión, se lanza al combate y lucha denodadamente, jamás se fatiga, es imparable; su vista es aguda, su mano, firme, siempre da en el blanco. Arte fuerte, fuerza artística (¡divina unidad!); el joven se hace hombre, su belleza es soberbia. El ritmo de la frase es acompasado, aunque, como es obvio, no llega a ser tan musical como el de su principal competidor en prosa, Hofmannsthal, un estilista que conoce bien la magia de lo femenino y saca partido de ella jugando con el volumen, dibujando líneas suaves, voluptuosas, mostrando la carnalidad ardiente, aromática, dulce, pujante, fructífera de la palabra, con períodos fluidos, sublimes, melodiosos. En Thomas Mann, el arte es disciplina y la disciplina, arte.
En esta prosa magistral destaca la manera de formular las ideas. En cierto momento, Thomas Mann dice que el verdadero logro del arte es «expresar una idea victoriosamente». Victoriosamente, un término que ilustra a la perfección la lucha de la palabra por conquistar las cosas, los años de preparación, el esfuerzo, la estrategia, la posición, la perspectiva, el discernimiento necesarios para apuntar al corazón de la realidad y lanzar una flecha certera que garantice el triunfo del concepto. Victoriosamente, sí, ésa es la palabra correcta, la única que describe de manera adecuada el nervio, el vigor de la prosa de Thomas Mann. No coquetea con el intimismo, no apela a una armonía preestablecida, sólo cree en el impulso honesto, planificado, decidido, desesperado incluso, desplegando una energía inagotable, en un combate duro, sin tregua, que exige una tensión permanente con el fin de acercarse al objeto. El objeto, la cosa, es el enemigo al que hay que vencer, porque no accede a objetivarse, no se somete al dictado del autor, no se sujeta al yugo de la palabra. Hay que desarmarlo, dominarlo y someterlo. Thomas Mann nunca ha sido un pacifista, ni en lo referente a la política ni en lo que atañe al estilo.
No es un pacifista, eso está claro. Llama la atención su forma de abordar el tema cuando escribe un ensayo. Es como si lo retara a un duelo. Se enfrenta a él cara a cara, toma una posición y la defiende a capa y espada, sus nervios se tensan, su mirada apunta directamente al objetivo, no pasa nada por alto, ni siquiera cuando el asunto invita a una amorosa contemplación. Jamás cambia de postura; esto hace que su actitud sea algo rígida, que su perspectiva se limite en cierta medida, pero, por otra parte, este estatismo imprime carácter y da a sus juicios un aspecto plenamente personal. La referencia para sus análisis no es el cosmos, sino él mismo; no contempla la realidad a partir de una esfera de valores absolutos, sino à travers son tempérament. Puestos a definir sus ensayos por contraste, habría que recurrir una vez más a Hofmannsthal, el otro gran ensayista literario. Éste concibe el mundo como una enorme red en la que todos los objetos están vinculados entre sí, tienden puentes incluso con los que se encuentran más alejados, se rodean de otros que refuerzan su identidad individual. Todas sus observaciones parten de un espacio imaginario, absoluto, invisible, nunca de su propia persona. Se sumerge en el fenómeno, mientras que Thomas Mann se enfrenta a él impasible, dispuesto a retenerlo por fugaz que sea, afirmando y negando, sin dejarse llevar por los sentimientos, manteniendo siempre el mismo criterio, rechazando valerosamente los ataques del enemigo, sin retroceder jamás, entablando una contienda abierta en la que perseverará hasta conseguir el triunfo. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com