La gloria de vivir (fragmento)James Oliver Curwood
La gloria de vivir (fragmento)

"Muchos de los que vienen a pedirme consejos sobre el modo de escribir están bastante turbados porque no han tenido las oportunidades de educarse como es debido, primero en una escuela de segunda enseñanza, y después en una Universidad. Recibo también centenares de cartas preguntándome si hay probabilidades de llegar a ser escritor sin haber tenido una cultura extensa. A unos y a otros contesto siempre que la cultura y el estudio no pueden limitarse a lo que se aprende entre cuatro paredes, y que muy a menudo se consigue la primera sin necesidad de la segunda enseñanza ni de universidades, intento explicarles lo mejor que puedo el significado de mi propia experiencia. Mientras en la escuela acumulaba yo poco a poco y con insistencia la fama sintetizada por el señor Chaffee con la frase «una torpeza ofensivísima» (como lo demostraba la forma en que lograba pasar los exámenes salvándome, como quien dice, en una tabla), iba adquiriendo conocimientos fuera de los dominios, infestados de álgebra, de la Escuela Central de Segunda Enseñanza, que no hubiese cambiado por nada de lo que me pudiera dar el más sabio de la Facultad. Mientras leía literalmente centenares de libros, absorbiendo Lorna Doone e Historia en dos ciudades con la misma avidez que Nick Carter y El viejo sabueso, fue el Río quién se convirtió verdaderamente en el mejor de mis maestros. No solamente me aventuré por él durante el día, sino que lo menos dos o tres veces a la semana me llevaba una pequeña mochila y una manta ligera que me dio mi madre, y pasaba fuera la noche. No sólo vivía en el mundo de los demás muchachos, sino en otro que era exclusivamente mío y en el cual no había escuelas, sino sólo las cosas espléndidas y caprichosas con que se me antojaba a mí poblarlo. Mientras la mente de otros muchachos aprendía palabra por palabra los centenares de reglas impresas que un sistema más inteligente sepultará algún día en el olvido, yo construía mundos, descubría continentes, creaba poderosos imperios, destruía ejércitos, escalaba montañas desconocidas, me aventuraba por mares misteriosos y, a la par que estas invenciones utópicas de mi mente, creaba razas y naciones de pueblos míos, revistiéndolo de las cualidades que deseaba yo que tuviesen, creando sus amores y sus tragedias, calentando sus hogares con el amor o destruyéndolos con el odio, pero intentando siempre hacer que el orden y la alegría triunfaran de acuerdo con mis propias convicciones. Mientras no lograba aprender las líneas estúpidamente impresas que tenían por objeto decirme lo que era un participio y lo que un infinitivo dejaba de ser, podía, sin sufrimiento o trabajo, crear en mi mente una nación imaginaria, su Gobierno, sus ciudades y recursos, y elegirme a mí mismo con éxito rey, emperador o presidente de aquella nación. Mi intelecto trabajaba, pero no de acuerdo con el orden y la rutina de la escuela; y, de igual manera que el mío, han trabajado miles y millones más, y yo he alimentado mucho en mi pecho una idea favorita mía; que un joven que es capaz de pensar y de construir por sí mismo, aunque lo haga de una manera considerada como estúpida por las escuelas, es mucho más importante para este mundo que el estudiante que deslumbra durante sus años de colegio y Universidad y luego se ve, con mucha frecuencia, conduciendo un tranvía o muriéndose de hambre en alguna carrera profesional, mientras el que fue un torpe en la escuela ocupa el sillón presidencial de la nación.
Nuestras escuelas públicas son tan necesarias para el bienestar y el progreso de la humanidad como la Iglesia; van de la mano y si desapareciera una de las dos, la civilización dejaría de existir. El muchacho o la muchacha a quien se le ofrece la oportunidad de estudiar, es el más afortunado de los mortales; pero el muchacho o la muchacha que carece de ella, aún le queda una probabilidad en la vida… si está en él la voluntad de hacer funcionar por sí mismo su cerebro.
Creo que en ningún período de la vida de una persona llega uno a desanimarse tanto o alcanza un punto más trágicamente difícil de resistir que en ciertas ocasiones de su vida de colegial. Los padres olvidan las cosas porque ellos pasaron y cuentan a sus hijos que han sido discípulos modelos, pero aún he de toparme con el caso de que lo demuestren con sus calificaciones escolares. Han echado a perder más de un desayuno, comida o cena a sus hijos por la demanda continua de «mejores notas». Esta irracional manía de los padres de cuidarse de las mentes de sus hijos (padres que, olvidando su propia juventud, tienen a veces el loco empeño de poner cabezas viejas sobre hombros jóvenes y mentes maduras en cráneos aún no formados) da por resultado, con harta frecuencia, la anemia y la destrucción del sistema nervioso. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com