Doktor Faustus (fragmento)Thomas Mann
Doktor Faustus (fragmento)

"Me consuela pensar que el lector no podrá atribuirme a mí la responsabilidad de que el anterior capítulo sea más largo aún que el consagrado a las conferencias de Kretzschmar, cuyo número de páginas era ya inquietador. Se trata de un abuso que está fuera de mis responsabilidades de autor y no tiene por qué preocuparme. Por muchas y grandes que sean las consideraciones que el lector me inspira, no pude decidirme a aligerar la redacción ni a dividir el «diálogo» (obsérvese que pongo la palabra entre comillas, aunque no me hago la ilusión de que con ello atenúo el horror de su contenido) en capítulos diversos, cada uno con su cifra romana correspondiente. He transmitido con escrupulosa fidelidad lo que de otro recibí, después de transcribirlo del papel de música de Adrián para incorporarlo a mi manuscrito, palabra por palabra, letra por letra. Dejando a menudo la pluma, interrumpiendo el trabajo para recobrar fuerzas, midiendo a lentos pasos, bajo el peso de ideas y pensamientos, mi gabinete de trabajo, sentándome a veces en el sofá con la cabeza entre las manos. De tal modo que, por extraña que pueda parecer la cosa, un capítulo que no me daba más trabajo que el de copiarlo exigió de mí tanto tiempo como cualquier otro de los demás.
Una copia hecha a conciencia y con interés por el asunto es, para mí por lo menos (y Monsignore Hinterpfórtner es de la misma opinión), un trabajo tan enojoso como el de dar forma escrita a los propios pensamientos. Así es posible que el lector haya calculado por lo bajo el número de días y de semanas que llevo dedicados a narrar la vida de mi difunto amigo. Aun cuando mi pedantería pueda parecerle ridícula, siento la necesidad de comunicar al lector que ha pasado casi un año desde que puse manos a la obra, y hemos llegado ya al mes de abril de 1944.
Esta última fecha se refiere, naturalmente, a mi trabajo, no al punto a que ha llegado la relación y que se sitúa en otoño de 1912, veinte meses antes de que empezara la guerra anterior. Fue entonces cuando Adrián y Schildknapp regresaron de Palestina a Múnich y el primero se instaló, por unos días, en una pensión (la pensión Gisella) del barrio de Schwabing. No sé exactamente por qué esa doble cronología me obsesiona: la personal y la objetiva, el tiempo en que vive el narrador y el tiempo en que se desenvuelve la narración. Las fechas se entrelazan curiosamente y a ella se unirá una tercera cronología, cuando el lector entre en conocimiento de lo que aquí se cuenta.
No consagraré más tiempo a estas especulaciones —cronología del lector, cronología del cronista, cronología histórica— que me parecen hijas, en buena parte, de una agitada ociosidad, y me limitaré a subrayar que el calificativo de histórica se aplica con mucha mayor razón a la época en que escribo que a aquella sobre la cual escribo. Durante los últimos días se libró en la región de Odessa una batalla sangrienta, terminada con la caída de aquel famoso puerto del Mar Negro, sin que por ello les fuera dado a los rusos poder dificultar nuestras operaciones de repliegue. Tampoco habrá de serles posible conseguirlo en Sebastopol, otra de las prendas que teníamos en mano y que el enemigo, cuya superioridad parece evidente, pretende ahora arrebatarnos. Mientras tanto, el terror de los ataques aéreos, casi diarios, contra la bien defendida fortaleza europea adquiere fantásticas proporciones. De nada sirve que muchos de esos monstruos, cuya carga explosiva parece ser cada día mayor y más destructora, sucumban ante la heroica defensa de nuestros aviadores. Millares de ellos oscurecen el cielo de nuestro continente unido, y aumenta sin cesar el número de nuestras ciudades reducidas a escombros. Leipzig, lugar que tan trágicamente influyó sobre la carrera y la vida de Leverkiihn, acaba de sufrir un bombardeo de Inusitada violencia. El barrio editorial no es más, según me dicen, que un montón de ruinas. Riquezas incalculables, en libros y en medios técnicos, se han perdido no sólo para Alemania, sino para todo el mundo culto, aun cuando este mundo, no sabría decir si por ceguera o con razón, parece dispuesto a aceptar estas destrucciones como un mal necesario.
Mucho me temo, en efecto, que la lucha simultánea contra dos potencias formidables, una por la importancia de sus efectivos y su exaltación revolucionaria, otra por su capacidad industrial ilimitada, lucha que nos ha sido impuesta por una política descabellada, tenga para nosotros fatales consecuencias. Se diría que el aparato productor norteamericano ni siquiera tiene que funcionar a pleno rendimiento para precipitar sobre el mundo cantidades de material abrumadoras. Se da además el caso desconcertante de que las degeneradas democracias no sólo son capaces de producir este material, sino también de utilizarlo, y bajo las sobrias enseñanzas de esta experiencia vamos rectificando, poco a poco, el erróneo concepto de creer que la guerra es una prerrogativa alemana y que en el arte de la violencia los demás pueblos no pasan de ser unos medianos aficionados. Hemos empezado (Monsignore Hinterpförtner y yo no constituimos ya ninguna excepción) a creer que, con la técnica militar de los anglosajones, todas las hipótesis son posibles, sin exceptuar la de la invasión, cada día más temida. El ataque concéntrico, con material superior y millones de soldados, contra nuestro castillo europeo —nuestro castillo o nuestra cárcel, a menos que no sea nuestro manicomio— es esperado, y únicamente las impresionantes descripciones de las medidas de precaución, verdaderamente formidables a lo que parece, tomadas para hacer frente al desembarco enemigo —medidas que tienen por objeto evitar a nuestro continente la pérdida de sus actuales jefes—, son capaces de restablecer el equilibrio espiritual ante la espantosa perspectiva de lo que se prepara. "



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